Señoras y señores: Ahora demandarán ustedes saber lo que con ayuda del ya descrito medio técnico hemos averiguado acerca de los complejos patógenos y mociones de deseo reprimidas de los neuróticos.
Pues bien; una cosa sobre todas: La investigación psicoanalítica reconduce con una regularidad asombrosa los síntomas patológicos a impresiones de la vida amorosa de los enfermos; nos muestra que las mociones de deseo patógenas son de la naturaleza de unos componentes pulsionales eróticos, y nos constriñe a suponer que debe atribuirse a las perturbaciones del erotismo la máxima significación entre los influjos que llevan a la enfermedad, y ello, además, en los dos sexos.
Sé que esta aseveración no se me creerá fácilmente. Aun investigadores que siguen con simpatía mis trabajos psicológicos se inclinan a opinar que yo sobrestimo la contribución etiológica de los factores sexuales, y me preguntan por qué excitaciones anímicas de otra índole no habrían de dar ocasión también a los descritos fenómenos de la represión y la formación sustitutiva. Ahora bien, yo puedo responder: No sé por qué no habrían de hacerlo, y no tengo nada que oponer a ello; pero la experiencia muestra que no poseen esa significación, que a lo sumo respaldan el efecto de los factores sexuales, mas sin poder sustituirlos nunca. Es que yo no he postulado teóricamente ese estado de las cosas; en los Estudios sobre la histeria, que en colaboración con el doctor Josef Breuer publiqué en 1895, yo aún no sostenía ese punto de vista: debí abrazarlo cuando mis experiencias se multiplicaron y penetraron con mayor profundidad en el asunto. Señores: Aquí, entre ustedes, se encuentran algunos de mis más cercanos amigos y seguidores, que me han acompañado en este viaje a Worcester. Indáguenlos, y se enterarán de que todos ellos descreyeron al comienzo por completo de esta tesis sobre la significación decisiva de la etiología sexual, hasta que sus propios empeños analíticos los compelieron a hacerla suya.
El convencimiento acerca de la justeza de la tesis en cuestión no es en verdad facilitado por el comportamiento de los pacientes. En vez de ofrecer de buena gana las noticias sobre su vida sexual, por todos los medios procuran ocultarlas. Los hombres no son en general sinceros en asuntos sexuales. No muestran con franqueza su sexualidad, sino que gastan una espesa bata hecha de... tejido de embuste para esconderla, como si hiciera mal tiempo en el mundo de la sexualidad. Y no andan descaminados; en nuestro universo cultural ni el sol ni el viento son propicios para el quehacer sexual; en verdad, ninguno de nosotros puede revelar francamente su erotismo a los otros. Pero una vez que los pacientes de ustedes reparan en que pueden hacerlo sin embarazo en el tratamiento, se quitan esa cáscara de embuste y sólo entonces están ustedes en condiciones de formarse un juicio sobre el problema en debate. Por desdicha, tampoco los médicos gozan de ningún privilegio sobre las demás criaturas en su personal relación con las cuestiones de la vida sexual, y muchos de ellos se encuentran prisioneros de esa unión de gazmoñería y concupiscencia que gobierna la conducta de la mayoría de los «hombres de cultura» en materia de sexualidad.
Permítanme proseguir ahora con la comunicación de nuestros resultados. En otra serie de casos, la exploración psicoanalítica no reconduce los síntomas, es cierto, a vivencias sexuales, sino a unas traumáticas, triviales. Pero esta diferenciación pierde valor por otra circunstancia. El trabajo de análisis requerido para el radical esclarecimiento y la curación definitiva de un caso clínico nunca se detiene en las vivencias de la época en que se contrajo la enfermedad, sino que se remonta siempre hasta la pubertad y la primera infancia del enfermo, para tropezar, sólo allí, con las impresiones y sucesos que comandaron la posterior contracción de la enfermedad. Unicamente las vivencias de la infancia explican la susceptibilidad para posteriores traumas, y sólo descubriendo y haciendo concientes estas huellas mnémicas por lo común olvidadas conseguimos el poder para eliminar los síntomas. Llegamos aquí al mismo resultado que en la exploración de los sueños, a saber, que las reprimidas, imperecederas mociones de deseo de la infancia son las que han prestado su poder a la formación de síntoma, sin lo cual la reacción frente a traumas posteriores habría discurrido por caminos normales. Pues bien, estamos autorizados a calificar de sexuales a todas esas poderosas mociones de deseo de la infancia.
Ahora con mayor razón estoy seguro de que se habrán asombrado ustedes. « ¿Acaso existe una sexualidad infantil? », preguntarán; «¿No es la niñez más bien el período de la vida caracterizado por la ausencia de la pulsión sexual?». No, señores míos; ciertamente no ocurre que la pulsión sexual descienda sobre los niños en la pubertad como, según el Evangelio, el Demonio lo hace sobre las marranas. El niño tiene sus pulsiones y quehaceres sexuales desde el comienzo mismo, los trae consigo al mundo, y desde ahí, a través de un significativo desarrollo, rico en etapas, surge la llamada sexualidad normal del adulto. Ni siquiera es difícil observar las exteriorizaciones de ese quehacer sexual infantil; más bien hace falta un cierto arte para omitirlas o interpretarlas erradamente.
Por un favor del destino estoy en condiciones de invocar para mis tesis un testimonio originario del medio de ustedes. Aquí les muestro el trabajo de un doctor Sanford Bell, publicado en la American Journal of Psychology en 1902. El autor es miembro de la Clark University, el mismo instituto en cuyo salón de conferencias nos encontramos. En este trabajo, titulado «A Preliminary Study of the Emotion of Love between the Sexes» y aparecido tres años antes de mis Tres ensayos de teoría sexual [ 1905d], el autor dice exactamente lo que acabo de exponerles: «The emotion of sex-love ( ... ) does not make its appearance for the first time at the period of adolescence, as has been thought». (ver nota) Como diríamos en Europa, él trabajó al estilo norteamericano, reuniendo no menos de 2.500 observaciones positivas en el curso de 15 años, de las que 800 son propias. Acerca de los signos por los que se dan a conocer esos enamoramientos, expresa: «Tbe unprejudiced mind, in observing these manifestations in hundreds of couples of children, cannot escape referring them to sex origin. The most exacting mind is satisfied when to these observations are added the confessions of those who have, as children, experienced the emotion to a marked degree of intensity, and whose memories ol childhood are relatively distinct». (ver nota) Pero lo que más sorprenderá a aquellos de ustedes que no quieran creer en la sexualidad infantil será enterarse de que, entre estos niños tempranamente enamorados, no pocos se encuentran en la tierna edad de tres, cuatro y cinco años.
No me extrañaría que creyeran ustedes más en estas observaciones de su compatriota que en las mías. Hace poco yo mismo he tenido la suerte de obtener un cuadro bastante completo de las exteriorizaciones pulsionales somáticas y de las producciones anímicas en un estadio temprano de la vida amorosa infantil, por el análisis de un varoncito de cinco años, aquejado de angustia, que su propio padre emprendió con él siguiendo las reglas del arte. (ver nota) Y puedo recordarles que hace pocas horas mi amigo, el doctor Carl G. Jung, les expuso en esta misma sala la observación de una niña aún más pequeña, que a raíz de igual ocasión que mi paciente -el nacimiento de un hermanito- permitió colegir con certeza casi las mismas mociones sensuales, formaciones de deseo y de complejo. (ver nota) No desespero, pues, de que se reconcilien ustedes con esta idea, al comienzo extraña, de la sexualidad infantil; quiero ponerles aún por delante el ejemplo de Eugen Bleuler, psiquiatra de Zurich, quien hace apenas unos años manifestaba públicamente «no entender mis teorías sexuales», y desde entonces ha corroborado la sexualidad infantil en todo su alcance por sus propias observaciones. (ver nota)
Es fácil de explicar el hecho de que la mayoría de los hombres, observadores médicos u otros, no quieran saber nada de la vida sexual del niño. Bajo la presión de la educación para la cultura han olvidado su propio quehacer sexual infantil y ahora no quieren que se les recuerde lo reprimido. Obtendrían otros convencimientos si iniciaran la indagación con un autoanálisis, una revisión e interpretación de sus recuerdos infantiles.
Abandonen la duda y procedan conmigo a una apreciación de la sexualidad infantil desde los primeros años de vida. (ver nota)
La pulsión sexual del niño prueba ser en extremo compuesta, admite una descomposición en muchos elementos que provienen de diversas fuentes. Sobre todo, es aún independiente de la función de la reproducción, a cuyo servicio se pondrá más tarde. Obedece a la ganancia de diversas clases de sensación placentera, que, de acuerdo con ciertas analogías y nexos, reunimos bajo el título de placer sexual. La principal fuente del placer sexual infantil es la apropiada excitación de ciertos lugares del cuerpo particularmente estimulables: además de los genitales, las aberturas de la boca, el ano y la uretra, pero también la piel y otras superficies sensibles. Como en esta primera fase de la vida sexual infantil la satisfacción se halla en el cuerpo propio y prescinde de un objeto ajeno, la llamamos, siguiendo una expresión acuñada por Havelock Ellis, la fase del autoerotismo. Y denominamos «zonas erógenas» a todos los lugares significativos para la ganancia de placer sexual. El chupetear o mamar con fruición de los pequeñitos es un buen ejemplo de una satisfacción autoerótica de esa índole, proveniente de una zona erógena; el primer observador científico de este fenómeno, un pediatra de Budapest de nombre Lindner, ya lo interpretó correctamente como una satisfacción sexual y describió de manera exhaustiva su paso a otras formas, superiores, del quehacer sexual. (ver nota) Otra satisfacción sexual de esta época de la vida es la excitación masturbatoria de los genitales, que tan grande significación adquiere para la vida posterior y que muchísimos individuos nunca superan del todo. junto a estos y otros quehaceres autoeróticos, desde muy temprano se exteriorizan en el niño aquellos componentes pulsionales del placer sexual, o, como preferiríamos decir, de la libido, que tienen por premisa una persona ajena en calidad de objeto. Estas pulsiones se presentan en pares de opuestos, como activas y pasivas; les menciono los exponentes más importantes de este grupo: el placer de infligir dolor (sadismo) con su correspondiente {Gegenspiel} pasivo (masoquismo), y el placer de ver activo y pasivo; del primero de estos últimos se ramifica más tarde el apetito de saber, y del segundo, el esfuerzo que lleva a la exhibición artística y actoral. Otros quehaceres sexuales del niño caen ya bajo el punto de vista de la elección de objeto, cuyo asunto principal es una persona ajena que debe su originario valor a unos miramientos de la pulsión de autoconservación. Ahora bien, la diferencia de los sexos no desempeña todavía, en este período infantil, ningún papel decisivo; así, pueden ustedes atribuir a todo niño, sin hacerle injusticia, una cierta dotación homosexual.
Esta vida sexual del niño, abigarrada, rica, pero disociada, en que cada una de las pulsiones se procura su placer con independencia de todas las otras, experimenta una síntesis y una organización siguiendo dos direcciones principales, de suerte que al concluir la época de la pubertad las más de las veces queda listo, plasmado, el carácter sexual definitivo del individuo. Por una parte, las pulsiones singulares se subordinan al imperio de la zona genital, por cuya vía toda la vida sexual entra al servicio de la reproducción, y la satisfacción de aquellas conserva un valor sólo como preparadora y favorecedora del acto sexual en sentido estricto. Por otra parte, la elección de objeto esfuerza hacia atrás al autoerotismo, de modo que ahora en la vida amorosa todos los componentes de la pulsión sexual quieren satisfacerse en la persona amada. Pero no a todos los componentes pulsionales originarios se les permite participar en esta conformación definitiva de la vida sexual. Aún antes de la pubertad se imponen, bajo el influjo de la educación, represiones en extremo enérgicas de ciertas pulsiones, y se establecen poderes anímicos, como la vergüenza, el asco, la moral, que las mantienen a modo de unos guardianes. Cuando luego, en la pubertad, sobreviene la marea de la necesidad sexual, halla en esas formaciones anímicas reactivas o de resistencia unos diques que le prescriben su discurrir por los caminos llamados normales y le imposibilitan reanimar las pulsiones sometidas a la represión. Son sobre todo las mociones placenteras coprófilas de la infancia, vale decir las que tienen que ver con los excrementos, las afectadas de la manera más radical por la represión; además, la fijación a las personas de la elección primitiva de objeto.
Señores: Una proposición de la patología general nos dice que todo proceso de desarrollo conlleva los gérmenes de la predisposición patológica, pues puede ser inhibido, retardado, o discurrir de manera incompleta. Lo mismo es válido para el tan complejo desarrollo de la función sexual. No todos los individuos lo recorren de una manera tersa, y entonces deja como secuela o bien anormalidades o unas predisposiciones a contraer enfermedad más tarde por el camino de la involución (regresión). Puede suceder que no todas las pulsiones parciales se sometan al imperio de la zona genital; si una de aquellas pulsiones ha permanecido independiente, se produce luego lo que llamamos una perversión y que puede sustituir la meta sexual normal por la suya propia. Dijimos ya que es harto frecuente que el autoerotismo no se supere del todo, de lo cual son testimonio después las más diversas perturbaciones. La igual valencia originaria de ambos sexos como objetos sexuales puede conservarse, de lo cual resulta en la vida adulta una inclinación al quehacer homosexual, que en ciertas circunstancias puede acrecentarse hasta la homosexualidad exclusiva. Esta serie de perturbaciones corresponde a las inhibiciones directas en el desarrollo de la función sexual; comprende las perversiones y el no raro infantilismo general de la vida sexual.
La predisposición a las neurosis deriva de diverso modo de un deterioro en el desarrollo sexual. Las neurosis son a las perversiones como lo negativo a lo positivo: en ellas se rastrean, como portadores de los complejos y formadores de síntoma, los mismos componentes pulsionales que en las perversiones, pero producen sus efectos desde lo inconciente; por tanto, han experimentado una represión, pero, desafiándola, pudieron afirmarse en lo inconciente. El psicoanálisis nos permite discernir que una exteriorización hiper-intensa de estas pulsiones en épocas muy tempranas lleva a una suerte de fijación parcial que en lo sucesivo constituye un punto débil dentro de la ensambladura de la función sexual. Sí el ejercicio de la función sexual normal en la madurez tropieza con obstáculos, se abrirán brechas en la represión {esfuerzo de desalojo y suplantación} de esa época de desarrollo justamente por los lugares en que ocurrieron las fijaciones infantiles.
Ahora quizá objeten ustedes: Pero no todo eso es sexualidad. Yo uso esa expresión en un sentido mucho más lato que aquel al que ustedes están habituados a entenderla. Se los concedo. Pero cabe preguntar si no sucede más bien que ustedes la emplean en un sentido demasiado estrecho cuando la limitan al ámbito de la reproducción. Así sacrifican la comprensión de las perversiones, el nexo entre perversión, neurosis y vida sexual normal, y se incapacitan para discernir en su verdadero significado los comienzos, fáciles de observar, de la vida amorosa somática y anímica de los niños. Pero cualquiera que sea la decisión de ustedes sobre el uso de esa palabra, retengan que el psicoanalista entiende la sexualidad en aquel sentido pleno al que uno se ve llevado por la apreciación de la sexualidad infantil.
Volvamos otra vez sobre el desarrollo sexual del niño. Nos resta mucho por pesquisar porque habíamos dirigido nuestra atención más a las exteriorizaciones somáticas que a las anímicas de la vida sexual, La primitiva elección de objeto del niño, que deriva de su necesidad de asistencia, reclama nuestro ulterior interés. Primero apunta a todas las personas encargadas de su crianza, pero ellas pronto son relegadas por los progenitores. El vínculo del niño con ambos en modo alguno está exento de elementos de coexcitación sexual, según el testimonio coincidente de la observación directa del niño y de la posterior exploración analítica. El niño toma a ambos miembros de la pareja parental, y sobre todo a uno de ellos, como objeto de sus deseos eróticos. Por lo común obedece en ello a una incitación de los padres mismos, cuya ternura presenta los más nítidos caracteres de un quehacer sexual, si bien inhibido en sus metas. El padre prefiere por regla general a la hija, y la madre al hijo varón; el niño reacciona a ello deseando, el hijo, reemplazar al padre, y la hija, a la madre. Los sentimientos que despiertan en estos vínculos entre progenitores e hijos, y en los recíprocos vínculos entre hermanos y hermanas, apuntalados en aquellos, no son sólo de naturaleza positiva y tierna, sino también negativa y hostil. El complejo así formado está destinado a una pronta represión, pero sigue ejerciendo desde lo inconciente un efecto grandioso y duradero. Estamos autorizados a formular la conjetura de que con sus ramificaciones constituye el complejo nuclear de toda neurosis, y estamos preparados para tropezar con su presencia, no menos eficaz, en otros campos de la vida anímica. El mito del rey Edipo, que mata a su padre y toma por esposa a su madre, es una revelación, muy poco modificada todavía, del deseo infantil, al que se le contrapone luego el rechazo de la barrera del incesto. El Hamlet de Shakespeare se basa en el mismo terreno del complejo incestuoso, mejor encubierto. (ver nota)
Hacia la época en que el niño es gobernado por el complejo nuclear no reprimido todavía, una parte significativa de su quehacer intelectual se pone al servicio de los intereses sexuales. Empieza a investigar de dónde vienen los niños y, valorando los indicios que se le ofrecen, colige sobre las circunstancias efectivas más de lo que los adultos sospecharían. Por lo común, la amenaza material que le significa un hermanito, en el que ve al comienzo sólo al competidor, despierta su interés de investigación. Bajo el influjo de las pulsiones parciales activas dentro de él mismo, alcanza cierto número de teorías sexuales infantiles. Por ejemplo, que ambos sexos poseen el mismo genital masculino, que los niños se conciben por el comer y se paren por el recto, y que el comercio entre los sexos es un acto hostil, una suerte de sometimiento. Pero justamente la inmadurez de su constitución sexual y la laguna en sus noticias que le provoca la latencia del canal sexual femenino constriñen al investigador infantil a suspender su trabajo por infructuoso. El hecho de esta investigación infantil, así como las diversas teorías sexuales que produce, conservan valor determinante para la formación de carácter del niño y el contenido de su eventual neurosis posterior.
Es inevitable y enteramente normal que el niño convierta a sus progenitores en objetos de su primera elección amorosa. Pero su libido no debe permanecer fijada a esos objetos primeros, sino tomarlos luego como unos meros arquetipos y deslizarse hacia personas ajenas en la época de la elección definitiva de objeto. El desasimiento del niño respecto de sus padres se convierte así en una tarea insoslayable si es que no ha de peligrar la aptitud social del joven.
Durante la época en que la represión selecciona entre las pulsiones parciales, y luego, cuando debe ser mitigado el influjo de los padres, que había costeado lo sustancial del gasto de esas represiones, incumben al trabajo pedagógico unas tareas que en el presente no siempre se tramitan de manera inteligente e inobjetable.
Señoras y señores: No juzguen que con estas elucidaciones sobre la vida sexual y el desarrollo psicosexual del niño nos hemos alejado demasiado del psicoanálisis y su tarea de eliminar perturbaciones neuróticas. Si ustedes quieren, pueden caracterizar al tratamiento psicoanalítico sólo como una educación retomada para superar restos infantiles.