lunes, 27 de junio de 2016

Sueño: La inyección de Irma ("La interpretación de los sueños" de Sigmund Freud)

LA INYECCION DE IRMA (en la “La interpretación de los sueños” de Sigmund Freud)

1)      Información preliminar
 A principios del verano de 1895 sometí al tratamiento psicoanalítico a una señora joven, a la que tanto yo como todos los míos profesábamos una cariñosa amistad. La mezcla de esta relación amistosa con la profesional constituye siempre para el médico -y mucho más para el psicoterapeuta- un inagotable venero de inquietudes. Su interés personal aumenta y, en cambio, disminuye su autoridad. Un fracaso puede enfriar la antigua amistad que le une a los familiares del enfermo. En este caso terminó la cura con un éxito parcial: la paciente quedó libre de su angustia histérica, pero no de todos sus síntomas somáticos. No me hallaba yo por aquel entonces completamente seguro del criterio que debía seguirse para dar un fin definitivo al tratamiento de una histeria, y propuse a la paciente una solución que le pareció inaceptable. Llegaba la época del veraneo, hubimos de interrumpir el tratamiento en tal desacuerdo. Así las cosas, recibí la visita de un joven colega y buen amigo mío que había visto a Irma -mi paciente- y a su familia en su residencia veraniega. Al preguntarle yo cómo había encontrado a la enferma, me respondió: «Está mejor, pero no del todo.» Sé que estas palabras de mi amigo Otto, o quizá el tono en que fueron pronunciadas, me irritaron. Creí ver en ellas el reproche de haber prometido demasiado a la paciente, y atribuí -con razón o sin ella- la supuesta actitud de Otto en contra mía a la influencia de los familiares de la enferma, de los que sospechaba no ver con buenos ojos el tratamiento. De todos modos, la penosa sensación que las palabras de Otto despertaron en mí no se me hizo muy clara ni precisa, y me abstuve de exteriorizarla. Aquella misma tarde redacté por escrito el historial clínico de Irma con el propósito de enviarlo -como para justificarme- al doctor M., entonces la personalidad que solía dar el tono en nuestro círculo. En la noche inmediata, más bien a la mañana, tuve el siguiente sueño, que senté por escrito al despertar y que es el primero que sometí a una minuciosa interpretación.

2)      Sueño del 23-24 de julio de 1895.
En un amplio hall. Muchos invitados, a los que recibimos. Entre ellos, Irma, a la que me acerco en seguida para contestar, sin pérdida de momento, a su carta y reprocharle no haber aceptado aún la «solución». Le digo: «Si todavía tienes dolores es exclusivamente por tu culpa.» Ella me responde: «¡Si supieras qué dolores siento ahora en la garganta, el vientre y el estómago!... ¡Siento una opresión!...» Asustado, la contemplo atentamente. Está pálida y abotagada. Pienso que quizá me haya pasado inadvertido algo orgánico. La conduzco junto a una ventana y me dispongo a reconocerle la garganta. Al principio se resiste un poco, como acostumbran hacerlo en estos casos las mujeres que llevan dentadura postiza. Pienso que no la necesita. Por fin, abre bien la boca, y veo a la derecha una gran mancha blanca, y en otras partes, singulares escaras grisáceas, cuya forma recuerda al de los cornetes de la nariz. Apresuradamente llamo al doctor M., que repite y confirma el reconocimiento... El doctor M. presenta un aspecto muy diferente al acostumbrado: está pálido, cojea y se ha afeitado la barba... Mi amigo Otto se halla ahora a su lado, y mi amigo Leopoldo percute a Irma por encima de la blusa y dice: «Tiene una zona de macidez abajo, a la izquierda, y una parte de la piel, infiltrada, en el hombro izquierdo» (cosa que yo siento como él, a pesar del vestido). M. dice: «No cabe duda, es una infección. Pero no hay cuidado; sobrevendrá una disentería y se eliminará el veneno...» Sabemos también inmediatamente de qué procede la infección. Nuestro amigo Otto ha puesto recientemente a Irma, una vez que se sintió mal, una inyección con un preparado a base de propil, propilena..., ácido propiónico.... trimetilamina (cuya fórmula veo impresa en gruesos caracteres). No se ponen inyecciones de este género tan ligeramente... Probablemente estaría además sucia la jeringuilla. Este sueño presenta, con respecto a otros muchos, una ventaja; revela en seguida claramente a qué sucesos del último día se halla enlazado y cuál es el tema de que se trata. Las noticias que Otto me dio sobre el estado de Irma y el historial clínico, en cuya redacción trabajé hasta muy entrada la noche, han seguido ocupando mi actividad anímica durante el reposo. Sin embargo, por la información preliminar que antecede y por el contenido del sueño, nadie podría sospechar lo que el mismo significa. Yo mismo no lo sé todavía. Me asombran los síntomas patológicos de que Irma se queja en el sueño, pues no son los mismos por los que hube de someterla a tratamiento. La desatinada idea de administrar a un enfermo una inyección de ácido propiónico, y las palabras consoladoras del doctor M. me mueven a risa. El sueño se muestra hacia su fin más oscuro y comprimido que en su principio. Para averiguar su significado habré de someterlo a un penetrante y minucioso análisis.

3)      Análisis
      Un amplio «hall»; muchos invitados, a los que recibimos. Durante este verano vivíamos en una villa, denominada «Bellevue», y situada sobre una de las colinas próximas a Kahlenberg. Esta villa había sido destinada anteriormente a casino, y tenía, por tanto, habitaciones de amplitud superior a la corriente. Mi sueño se desarrolló hallándome en «Bellevue», y pocos días antes del cumpleaños de mi mujer. En la tarde que le precedió había expresado mi mujer la esperanza de que para su cumpleaños vinieran a comer con nosotros algunos amigos, Irma entre ellos. Así, pues, mi sueño anticipa esta situación. Es el día del cumpleaños de mi mujer, y recibimos en el gran hall de «Bellevue» a nuestros numerosos invitados, entre los cuales se halla Irma. Reprocho a Irma no haber aceptado aún la «solución». Le digo: «Si todavía tienes dolores, es exclusivamente por tu culpa.» Esto mismo hubiera podido decírselo o se lo he dicho realmente en la vida despierta. Por aquel entonces tenía yo la opinión (que luego hube de reconocer equivocada) de que mi labor terapéutica quedaba terminada con la revelación al enfermo del oculto sentido de sus síntomas. Que el paciente aceptara luego o no esta solución -de lo cual depende el éxito o el fracaso del tratamiento- era cosa por la que no podía exigírseme responsabilidad alguna. A este error, felizmente rectificado después, le estoy, sin embargo, agradecido, pues me simplificó la existencia en una época en la que, a pesar de mi inevitable ignorancia, debía obtener resultados curativos. Pero en la frase que a Irma dirijo en mi sueño advierto que ante todo no quiero ser responsable de los dolores que aún la aquejan. Si Irma tiene exclusivamente la culpa de padecerlos todavía, no puede hacérseme responsable de ellos. ¿Habremos de buscar en esta dirección el propósito del sueño? Irma se queja de dolores en la garganta, el vientre y el estómago, y de una gran opresión. Los dolores de estómago pertenecían al complejo de síntomas de mi paciente, pero no fueron nunca muy intensos. Más bien se quejaba de sensaciones de malestar y repugnancia. La opresión o el dolor de garganta y los dolores de vientre apenas si desempeñaban papel alguno en su enfermedad. Me asombra, pues, la elección de síntomas realizada en mi sueño y no me es posible hallar por el momento razón alguna determinante. Está pálida y abotagada. Mi paciente presenta siempre, por el contrario, una rosada coloración. Sospecho que se ha superpuesto aquí a ella una tercera persona. Pienso, con temor, que quizá me haya pasado inadvertida una afección orgánica. Como fácilmente puede comprenderse, es éste un temor constante del especialista que apenas ve enfermos distintos de los neuróticos y se halla habituado a atribuir a la histeria un gran número de fenómenos que otros médicos tratan como de origen orgánico. Por otro lado, se me insinúan -no sé por qué- ciertas dudas sobre la sinceridad de mi alarma. Si los dolores de Irma son de origen orgánico, no me hallo obligado a curarlos. Mi tratamiento no suprime sino los dolores histéricos. Parece realmente como si desease hubiera existido un error en el diagnóstico, pues entonces no se me podría reprochar fracaso alguno. La conduzco junto a una ventana y me dispongo a reconocerle la garganta. Al principio se resiste un poco, como acostumbran hacerlo en estos casos las mujeres que llevan dentadura postiza. Pienso que nolo necesita. No he tenido nunca ocasión de reconocer la cavidad bucal de Irma. El suceso del sueño me recuerda el reciente reconocimiento de una institutriz, que me había hecho al principio una impresión de juvenil belleza, y que luego, al abrir la boca, intentó ocultar que llevaba dentadura postiza. A este caso se enlazan otros recuerdos de reconocimientos profesionales y de pequeños secretos, descubiertos durante ellos para confusión de médico y enfermo. Mi pensamiento de que Irma no necesita dentadura postiza es, en primer lugar, una galantería para con nuestra amiga, pero sospecho que encierra aún otro significado distinto. En un atento análisis nos damos siempre cuenta de si hemos agotado o no los pensamientos ocultos buscados. La actitud de Irma junto a la ventana me recuerda de repente otro suceso. Irma tiene una íntima amiga, a la que estimo altamente. Una tarde que fui a visitarla, la encontré al lado de la ventana en la actitud que mi sueño reproduce, y su médico, el mismo doctor M., me comunicó que al reconocerle la garganta había descubierto una placa de carácter diftérico. La persona del doctor M. y la placa diftérica retornan en la continuación del sueño. Recuerdo ahora que en los últimos meses he tenido razones suficientes para sospechar que también esta señora padece de histeria. Irma misma me lo ha revelado. Pero ¿qué es lo que de sus síntomas conozco? Precisamente que sufre de opresión histérica de la garganta, como la Irma de mi sueño. Así, pues, he sustituido en éste a mi paciente por su amiga. Ahora recuerdo que he acariciado varias veces la esperanza de que también esta señora se confiase a mis cuidados profesionales; pero siempre he acabado por considerarlo improbable, pues es persona de carácter muy retraído. Se resiste a la intervención médica, como Irma en mi sueño. Otra explicación sería la de que no lo necesita, pues hasta ahora se ha mostrado suficientemente enérgica para dominar sin auxilio ajeno sus trastornos. Quedan ya tan sólo algunos rasgos que no me es posible adjudicar a Irma ni a su amiga: la palidez, el abotagamiento y la dentadura postiza. Esta última despertó en mí el recuerdo de la institutriz antes citada. A continuación se me muestra otra persona, a la que los rasgos restantes podrían aludir. No la cuento tampoco entre mis pacientes, ni deseo que jamás lo sea, pues se avergüenza ante mí, y no la creo una enferma dócil. Generalmente, se halla pálida, y en temporada que gozó de excelente salud engordó hasta parecer abotagada . Por tanto, he comparado a Irma con otras dos personas que se resistirán igualmente al tratamiento. ¿Qué sentido puede tener el haberla sustituido por su amiga en mi sueño? Quizá el de que deseo realmente una tal sustitución, por serme esta señora más simpática o porque tengo una más alta idea de su inteligencia. Resulta, en efecto, que Irma me parece ahora ininteligente por no haber aceptado mi solución. La otra, más lista, cedería antes. Por fin abre bien la boca; la amiga de Irma me relataría sus pensamientos con más sinceridad y menor resistencia que aquélla . En la garganta veo una mancha blanca y escaras de forma semejante a los cornetes de la nariz. La mancha blanca me recuerda la difteria y, por tanto, a la amiga de Irma, y, además, la grave enfermedad de mi hija mayor, hace ya cerca de dos años, y todos los sobresaltos de aquella triste época. Las escaras que cubren las conchas nasales aluden a una preocupación mía sobre mi propia salud. En esta época solía tomar con frecuencia cocaína para aliviar una molesta rinitis, y había oído decir pocos días antes que una paciente, queusaba este mismo medio, se había provocado una extensa necrosis de la mucosa nasal. La prescripción de la cocaína para estos casos, dada por mí en 1885, me ha atraído severos reproches. Un querido amigo mío, muerto ya en 1885, apresuró su fin por el abuso de este medio. Apresuradamente llamo al doctor M., que repite el reconocimiento. Esto correspondería sencillamente a la posición que M. ocupaba entre nosotros. Pero «mi apresuramiento» es lo bastante singular para exigir una especial explicación. Evoca en mí el recuerdo de un triste suceso profesional. Por la continuada prescripción de una sustancia que por entonces se creía aún totalmente innocua (sulfonal) provoqué una vez una grave intoxicación en una paciente, teniendo que acudir en busca de auxilio a la mayor experiencia de mi colega el doctor M., más antiguo que yo en el ejercicio profesional. Otras circunstancias accesorias prueban que es éste realmente el suceso a que en mi sueño me refiero. La enferma, que sucumbió a la intoxicación, llevaba el mismo nombre que mi hija mayor. Hasta el momento no se me había ocurrido pensar en ello, pero ahora se me aparece este suceso como una represalia del Destino y como si la sustitución de personas hubiera de proseguir aquí en un distinto sentido: esta Matilde por aquella Matilde; ojo por ojo y diente por diente. Parece como si fuera buscando todas aquellas ocasiones por las que me puedo reprochar una insuficiente conciencia profesional. El doctor M. está pálido, se ha quitado la barba y cojea. Lo que de verdad entraña esta parte del sueño se reduce a que el doctor M. presenta a veces tan mal aspecto, que llega a inquietar a sus amigos. Los dos caracteres restantes deben de pertenecer a otras personas. Recuerdo ahora a mi hermano mayor, residente en el extranjero, que llevaba el rostro afeitado y al que, si no me equivoco, se parecía extraordinariamente el doctor M. de mi sueño. Hace algunos días nos llegó la noticia de que un ataque de artritismo a la cadera le hacía cojear un poco. Tiene que existir una razón que me haya hecho confundir en mi sueño a ambas personas en una sola. Recuerdo, en efecto, que me hallo irritado contra ambas por algún motivo: el de haber rechazado una proposición que recientemente les hice. Mi amigo Otto se halla ahora al lado de la enferma, y mi amigo Leopoldo la percute y descubre una zona de macidez abajo, a la izquierda. Leopoldo es también médico y, además, pariente de Otto. El Destino los ha convertido en competidores, pues ejercen igual especialidad y se los compara constantemente entre sí. Ambos han trabajado conmigo durante varios años, mientras fui director de un consultorio público para niños neuróticos, y con gran frecuencia se desarrollan durante esta época escenas como la que mi sueño reproduce. Mientras yo discutía con Otto sobre el diagnóstico de un caso, había Leopoldo reconocido de nuevo al niño y nos aportaba un inesperado dato decisivo. Entre Otto y Leopoldo existe una fundamental diferencia de carácter. El primero sobresalía por su rapidez de concepción, mientras que el segundo era más lento, pero también más cuidadoso y concienzudo. Si en mi sueño coloco frente a frente a Otto y al prudente Leopoldo, ello es claramente para hacer resaltar al segundo. Trátase de una comparación análoga a la que anteriormente efectué entre Irma, paciente nada dócil, y su amiga, a la que tengo por más inteligente. Advierto también ahora una de las vías sobre la que se desplaza la asociación de pensamientos en el sueño, y que va desde la niña enferma al consultorio para niños enfermos. La zona de macidez, abajo, a la izquierda, me hace la impresión de corresponder en todos sus detalles a un caso en el que me admiró la concienzuda seguridad de LeopoldoPor otra parte, surge en mí vagamente la idea de algo como una afección metastásica; pero pudiera también ser una relación con la paciente que desearía sustituyera a Irma. Esta señora simula, en efecto, y por lo que he podido observar, una tuberculosis. Una parte de la piel, infiltrada en el hombro izquierdo. Caigo inmediatamente en que se trata de mis propios dolores reumáticos en el hombro, dolores que se hacen sentir siempre que permanezco en vela hasta altas horas de la noche. La letra del sueño confirma esta interpretación, mostrándose aquí un tanto equívoca; ... cosa que ya siento como él; esto es, que siento en mi propio cuerpo. Además, extraño los términos, nada habituales: «Una parte de la piel infiltrada.» A la frase «una infiltración posterosuperior izquierda» estamos acostumbrados. Esta frase se referiría al pulmón, y con ello nuevamente a la tuberculosis. A pesar del vestido. Esto no es, desde luego, sino una interpolación accesoria. En el consultorio acostumbrábamos, como es natural, hacer desnudar a los niños para reconocerlos; detalle que se opone aquí a la forma en que hemos de reconocer a nuestras pacientes adultas. De un excelente clínico solía referirse que nunca reconoció a sus enfermas sino por encima de los vestidos; a partir de aquí se oscurecen mis ideas, o dicho francamente, no me siento inclinado a profundizar más en esta cuestión. El doctor M. dice: «No cabe duda; es una infección. Pero no hay cuidado; sobrevendrá una disentería y se eliminará el veneno.» Todo esto me parece al principio absolutamente ridículo; mas, sin embargo, habré de someterlo, como los demás elementos del sueño, a un cuidadoso análisis. Lo que en la paciente he hallado es una difteritis local. De la época en que mi hija estuvo enferma, recuerdo la discusión sobre difteritis y difteria. Esta última sería la infección general, subsiguiente a la difteritis local. Así, pues, es una tal infección general lo que Leopoldo diagnostica al descubrir la zona de macidez, la cual hace pensar en un foco metastásico. Pero creo que precisamente en la difteria no se presentan jamás tales metástasis. Más bien me recuerdan una piemia. No hay cuidado. Es ésta una frase de aliento y consuelo, que, a mi juicio, se justifica en la forma siguiente: el fragmento onírico últimamente examinado pretende que los dolores de la paciente proceden de una grave afección orgánica. Sospecho que con esto no quiero sino alejar de mí toda culpa. El tratamiento psíquico no puede ser hecho responsable de la no curación de una difteritis. De todos modos, me avergüenza echar sobre Irma el peso de una tan grave enfermedad no más que para quedarme libre de todo reproche, y necesitando algo que me garantice un desenlace favorable, me parece de perlas poner las palabras de aliento en la boca del doctor M. Pero en este punto me coloco por encima del sueño, cosa que necesita explicación. Mas ¿por qué es este consuelo tan desatinado? Disentería. Una cualquiera representación teórica lejana de que los gérmenes patógenos pueden ser eliminados por el intestino. ¿Me propondré acaso burlarme así de la inclinación del doctor M. a explicaciones un tanto traídas por los cabellos y a singulares conexiones patológicas? La disentería evoca en mí otras ideas distintas. Hace pocos meses reconocí a un joven que padecía singulares trastornos intestinales y al que otros colegas habían tratado como un caso de «anemia con nutrición insuficiente». Comprobé que se trataba de un histérico, pero no quise ensayar en él mi psicoterapia, y le recomendé que hiciese un viaje por mar. Hace pocos días recibí desde Egipto una desesperada carta de este enfermo, en la que me comunicaba haber padecido un nuevo ataque, que el médico había diagnosticado de disentería. Sospecho,ciertamente, que este diagnóstico es un error de un ignorante colega, que se ha dejado engañar por una de las simulaciones de la histeria; pero de todos modos, no puedo por menos de reprocharme el haber expuesto a mi paciente a contraer, sobre su afección intestinal histérica, una afección orgánica. «Disentería» suena análogamente a «difteria», palabra que no aparece en el sueño. Habré realmente de aceptar que con el pronóstico optimista que en mi sueño pongo en boca del doctor M. no persigo sino burlarme de él, pues ahora recuerdo que hace años me relató él mismo, con grandes risas, una análoga historia. Había sido llamado a consultar con otro colega sobre un enfermo grave, y ante el optimismo del médico de cabecera hubo de señalarle la presencia de albúmina en la orina del paciente. «No hay cuidado -respondió el optimista-; la albúmina se eliminará por sí sola.» No cabe, pues, duda alguna de que esta parte de mi sueño entraña una burla hacia aquellos de mis colegas ignorantes de la histeria. Como para confirmarlo así, surge ahora en mi pensamiento la siguiente interrogación: ¿Sabe acaso el doctor M. que los fenómenos que su paciente -la amiga de Irma- presenta, y que hacen temer una tuberculosis, son de origen histérico? ¿Ha descubierto la histeria o se ha dejado burlar por ella? Mas ¿qué motivo puedo tener para tratar tan mal a un amigo? Muy sencillo. El doctor M. está tan poco conforme como Irma misma con la «solución» por mí propuesta. De este modo me he vengado ya en mi sueño de dos personas: de Irma, diciéndole que si aún tenía dolores era exclusivamente por su culpa, y del doctor M., con el desatinado pronóstico que pongo en sus labios. Sabemos inmediatamente de qué procede la infección. Este inmediato conocimiento en el sueño es algo muy singular. Un instante antes no sabíamos nada, pues la infección no fue descubierta hasta el reconocimiento efectuado por Leopoldo. Nuestro amigo Otto ha puesto recientemente a Irma, una vez que se sintió mal, una inyección. Otto me había referido realmente que durante su corta estancia en casa de la familia de Irma le llamaron del hotel próximo para poner una inyección a un individuo que se había sentido repentinamente enfermo. Las inyecciones me recuerdan de nuevo a aquel infeliz amigo mío que se envenenó con cocaína. Yo le había aconsejado el uso interno de esta sustancia únicamente durante una cura de desmorfinización, pero el desdichado comenzó a ponerse inyecciones de cocaína. Con un preparado a base de propil..., propilena..., ácido propiónico. ¿Cómo puede incluirse esto en mi sueño? Aquella misma tarde, después de la cual redacté por cierto el historial clínico de Irma y tuve el sueño que ahora me ocupa, abrió mi mujer una botella de licor, en cuya etiqueta se leía la palabra ananás (piña), y que nos había sido regalada por Otto. Tiene éste la costumbre de aprovechar toda ocasión que para hacer un regalo pueda presentársele; costumbre de la que es de esperar le cure algún día una mujer. Destapada la botella, emanaba del licor un tal olor amílico, que me negué a probarlo. Mi mujer propuso regalárselo a los criados; pero yo, más prudente, me opuse, observando humanitariamente que tampoco ellos debían envenenarse. El olor a amílico despertó en mí sin duda, el recuerdo de la serie química: amil, propil, metil, etc., y este recuerdo proporcionó al sueño el preparado a base de propil. De todos modos, he realizado aquí una sustitución. He soñado con el propil después de haber olido el amil, pero tales sustituciones se hallan quizá permitidas precisamente en la química orgánica. Trimetilamina. En mi sueño veo la fórmula química de esta sustancia, cosa que testimonia de un gran esfuerzo de mi memoria, y la veo impresa en gruesos caracteres, como si quisiera hacer resaltar su especial importancia dentro del contexto en que se halla incluida. ¿Adónde puede llevarme la trimetilamina sobre la cual es atraída mi atención en esta forma? A una conversación con otro amigo mío, que desde hace muchos años sabe de todos mis trabajos en preparación como yo de los suyos. Por aquella época me había comunicado ciertas ideas sobre una química sexual, y, entre otras, la de que la trimetilamina le parecía constituir uno de estos productos del metabolismo sexual. Este cuerpo me conduce, pues, a la sexualidad; esto es, a aquel factor al que adscribo la máxima importancia en la génesis de las afecciones nerviosas, cuya curación me propongo. Irma, mi paciente, es una joven viuda. Si me veo en la necesidad de disculpar el mal éxito de la cura en su caso, habré seguramente de alegar este hecho, al que sus amigos pondrían gustosos el remedio. Pero ¡observemos cuán singularmente construido puede hallarse un sueño! La otra señora, a la que yo quisiera tener como paciente en lugar de Irma, es también una joven viuda. Sospecho por qué la fórmula de la trimetilamina ha adquirido tanta importancia en el sueño. En esta palabra se acumula un gran número de cosas harto significativas. No sólo es una alusión al poderoso factor «sexualidad», sino también a una persona cuya aprobación recuerdo con agrado siempre que me siento aislado en medio de una opinión hostil o indiferente a mis teorías. Y este buen amigo mío, que tan importante papel desempeña en mi vida, ¿no habrá de intervenir aún más en el conjunto de ideas de mi sueño? Desde luego posee especialísimos conocimientos sobre las afecciones que se inician en la nariz o en las cavidades vecinas, y ha aportado a la Ciencia el descubrimiento de singularísimas relaciones de los cornetes nasales con los órganos sexuales femeninos. (Las tres escaras grisáceas que advierto en la garganta de Irma.) He hecho que reconociera a esta paciente para comprobar si los dolores de estómago que padecía podían ser de origen nasal. Pero se da el caso de que él mismo padece una afección nasal que me inspira algún cuidado. A esta afección alude, sin duda, la piemia, cuya duda surge en mí, asociada a la metástasis de mi sueño. No se ponen inyecciones de este género tan ligeramente. Acuso aquí, directamente, de ligereza a mi amigo Otto. Realmente creo haber pensado algo análogo la tarde anterior a mi sueño, cuando me pareció ver expresado en sus palabras o en su mirada un reproche contra mi actuación profesional con Irma. Mis pensamientos fueron, aproximadamente, como sigue: «¡Qué fácilmente se deja influir por otras personas, y cuán ligero es en sus juicios !» Esta parte del sueño alude, además, a aquel difunto amigo mío, que tan ligeramente se decidió a inyectarse cocaína. Como ya he indicado antes, al prescribirle el uso interno de esta sustancia no pensé jamás que pudiera administrársela en inyecciones. Al reprochar a Otto su ligereza en el empleo de ciertas sustancias químicas observo que rozo de nuevo la historia de aquella infeliz Matilde, de la que se deduce un análogo reproche para mí. Claramente se ve que reúno aquí ejemplos de mi conciencia profesional, pero también de todo lo contrario. Probablemente estaría, además, sucia la jeringuilla. Un nuevo reproche contra Otto, pero de distinta procedencia. Ayer encontré casualmente al hijo de una señora de ochenta y dos años, a la que administro diariamente dos inyecciones demorfina. En la actualidad se halla veraneando, y ha llegado hasta mí la noticia de que padece una flebitis. Inmediatamente pensé que debía tratarse de una infección provocada por falta de limpieza de la jeringuilla. Puedo vanagloriarme de no haber causado un solo accidente de este género en dos años que llevo tratándola a diario. Bien es verdad que la total asepsia de la jeringuilla constituye mi constante preocupación. En estas cosas soy siempre muy concienzudo. La flebitis me recuerda de nuevo a mi mujer, que padeció de esta enfermedad durante un embarazo. Después surge en mí el recuerdo de tres situaciones análogas, de las que fueron, respectivamente, protagonistas mi mujer, Irma y la difunta Matilde; situaciones cuya entidad es, sin duda alguna, lo que me ha permitido sustituir entre sí a estas tres personas en mi sueño. Aquí termina la interpretación emprendida. Durante ella me ha costado trabajo defenderme de todas las ocurrencias a las que tenía que incitarme la comparación del sentido del sueño con las ideas que tras él se ocultaban. El «sentido» del sueño ha surgido a mis ojos. He advertido una intención que el sueño realiza, y que ha tenido que constituir su motivo. El sueño cumple algunos deseos que los sucesos del día inmediatamente anterior (las noticias de Otto y la redacción del historial clínico) hubieron de despertar en mí. El resultado del sueño es, en efecto, que no soy yo, sino Otto, el responsable de los dolores de Irma. Otto me ha irritado con sus observaciones sobre la incompleta curación de Irma, y el sueño me venga de él, volviendo en contra suya sus reproches. Al mismo tiempo me absuelve de toda responsabilidad por el estado de Irma atribuyéndolo a otros factores, que expone como una serie de razonamientos, y presenta las cosas tal y como yo desearía que fuesen en la realidad. Su contenido es, por tanto, una realización de deseos, y su motivo, un deseo. Todo esto resulta evidente; pero también se nos hace comprensible, desde el punto de vista de la realización de deseos, una gran parte de los detalles del sueño. En éste me vengo de Otto no sólo por su parcialidad en el caso de Irma -atribuyéndole una ligereza en el ejercicio de su profesión (la inyección)-, sino también por la mala calidad de su licor, que apestaba a amílico, y hallo una expresión que reúne ambos reproches: una inyección con un preparado a base de propilena. Pero aún no me doy por satisfecho, y continúo mi venganza situándole frente a su competidor. De este modo me parece que le digo: «Leopoldo me inspira más estimación que tú.» Tampoco es Otto el único a quien hago sentir el peso de mi cólera. Me vengo también de mi indócil paciente, sustituyéndola por otra más inteligente y manejable. De igual modo no dejo pasar sin protesta la contradicción del doctor M., sino que, por medio de una transparente alusión, le expreso un juicio de que en este caso se ha conducido como un ignorante («sobrevendrá una disentería», etc.), y apelo contra él ante alguien en cuya ciencia fío más (ante aquel amigo mío que me habló de la trimetilamina), en la misma forma que apelo de Irma ante su amiga, y de Otto, ante Leopoldo. Anuladas las tres personas que me son contrarias, y sustituidas por otras tres de mi elección, quedo libre de los reproches que no quiero haber merecido. La falta de fundamento de estos reproches queda también amplia y minuciosamente demostrada en mi sueño. No me cabe responsabilidad alguna de los dolores de Irma, pues si continúa padeciéndolos es exclusivamente por su culpa al no querer aceptar mi solución. Tales dolores son de origen orgánico, no pueden ser curados por medio de un tratamiento psíquico, y, por tanto, nada tengo que ver en ellos. En tercer lugar, se explican satisfactoriamente por la viudez de Irma(¡trimetilamina!), cosa contra la cual nada me es posible hacer. Además, han sido provocados por una imprudente inyección que Otto le administró con una sustancia inadecuada, falta en la que jamás he incurrido. Por último, proceden de una inyección practicada con una jeringuilla sucia, como la flebitis de mi anciana paciente; complicación que nunca he acarreado a mis enfermos. Advierto, ciertamente, que estas explicaciones de los padecimientos de Irma no concuerdan entre sí, sino que se excluyen unas a otras. Toda mi defensa -que no otra cosa constituye este sueño- recuerda vivamente la de aquel individuo al que un vecino acusaba de haberle devuelto inservible un caldero que le había prestado, y que rechazaba tal acusación con las siguientes razones: «En primer lugar, le he devuelto el caldero completamente intacto; además, el caldero estaba ya agujereado cuando me lo prestó. Por último, jamás le he pedido prestado ningún caldero.» Las razones son contradictorias, pero bastará con que se aprecie una de ellas para declarar al individuo libre de toda culpa. En el sueño aparecen otros temas, cuya relación con mis descargos respecto a la enfermedad de Irma no se muestra tan transparente: la enfermedad de mi hija y la de una paciente de igual nombre; la toxicidad de la cocaína; la afección de mi paciente, residente en Egipto; mis preocupaciones sobre la salud de mi mujer, de mi hermano y del doctor M., mis propias dolencias, y el cuidado que me inspira la afección nasal de mi amigo ausente. Pero todo ello puede reunirse en un solo círculo de ideas, que podría rotularse: preocupaciones sobre la salud tanto ajena como propia, y conciencia profesional. Recuerdo haber experimentado una vaga sensación penosa cuando Otto me trajo la noticia del estado de Irma. Del círculo de ideas que intervienen en el sueño quisiera extraer ahora, a posteriori, la expresión que en él halla dicha fugitiva sensación. Es como si Otto me hubiera dicho: «No tomas suficientemente en serio tus deberes profesionales; no eres lo bastante concienzudo, y no cumples lo que prometes.» Ante este reproche se puso a mi disposición el círculo de ideas indicado para permitirme demostrar hasta qué punto soy un fiel cumplidor de mis deberes médicos y cuánto me intereso por la salud de mis familiares, amigos y pacientes. En este acervo de ideas aparecen singularmente algunos recuerdos penosos, pero todos ellos tienden más a apoyar las inculpaciones que sobre Otto acumulo que a mi propia defensa. El conjunto de pensamientos es impersonal, pero la conexión de este amplio material, sobre el que el sueño reposa, con el tema más restringido del mismo, que ha dado origen a mi deseo de no ser responsable del estado de Irma, no puede pasar inadvertida. De todos modos, no quiero afirmar haber descubierto por completo el sentido de este sueño ni que en su interpretación no existan lagunas. Podría aún dedicarle más tiempo, extraer de él nuevas aclaraciones y analizar nuevos enigmas, a cuyo planteamiento incita. Sé incluso cuáles son los puntos a partir de los cuales podríamos perseguir nuevas series de ideas, pero consideraciones especiales, que surgen de todo análisis de un sueño propio, me obligan a limitar la labor de interpretación. Aquellos que se precipiten a criticar una tal reserva pueden intentar ser más sinceros que yo. Por el momento me satisfaré con señalar un nuevo conocimiento que nuestro análisis nos ha revelado. Siguiendo el método de interpretación onírica aquí indicado, hallamos que el sueño tiene realmente un sentido, y no es en modo alguno, como pretenden los investigadores, la expresión de una actividad cerebral fragmentaria. Una vez llevada a cabo la interpretación completa de un sueño, se nos revela éste como una realización de deseos.

domingo, 12 de junio de 2016

Cinco conferencias sobre psicoanálisis - Conferencia 3

III



Señoras y señores: No siempre es fácil decir la verdad, en particular cuando uno se ve obligado a ser breve; así, hoy me veo precisado a corregir una inexactitud que formulé en mi anterior conferencia. Les dije que si renunciando a la hipnosis yo esforzaba a mis enfermos a comunicarme lo que se les ocurriera sobre el problema que acabábamos de tratar -puesto que ellos de hecho sabían lo supuestamente olvidado y la ocurrencia emergente contendría sin duda lo que se buscaba-, en efecto hacía la experiencia de que la ocurrencia inmediata de mis pacientes aportaba lo pertinente y probaba ser la continuación olvidada del recuerdo. Pues bien; esto no es universalmente cierto. Sólo en aras de la brevedad lo presenté tan simple. En realidad, sólo las primeras veces sucedía que lo olvidado pertinente se obtuviera tras un simple esforzar de mi parte. Si uno seguía aplicando el procedimiento, en todos los casos acudían ocurrencias que no podían ser las pertinentes porque no venían a propósito y los propios enfermos las desestimaban por incorrectas. Aquí el esforzar ya no servía de ayuda, y cabía lamentarle de haber resignado la hipnosis.

En ese estadio de desconcierto, me aferré a un prejuicio cuya legitimidad científica fue demostrada años después en Zurich por C. G. Jung y sus discípulos. Debo aseverar que a menudo es muy provechoso tener prejuicios. Sustentaba yo una elevada opinión sobre el determinismo {Determinierung} de los procesos anímicos y no podía creer que una ocurrencia del enfermo, producida por él en un estado de tensa atención, fuera enteramente arbitraria y careciera de nexos con la representación olvidada que buscábamos; en cuanto al hecho de que no fuera idéntica a esta última, se explicaba de manera satisfactoria a partir de la situación psicológica presupuesta. En los enfermos bajo tratamiento ejercían su acción eficaz dos fuerzas encontradas: por una parte, su afán conciente de traer a la conciencia lo olvidado presente en su inconciente, y, por la otra, la consabida resistencia que se revolvía contra ese devenir-conciente de lo reprimido o de sus retoños. Si la resistencia era igual a cero o muy pequeña, lo olvidado devenía conciente sin desfiguración; cabía entonces suponer que la desfiguración de lo buscado resultaría tanto mayor cuanto más grande fuera la resistencia a su devenir-conciente. Por ende, la ocurrencia del enfermo, que acudía en vez de lo buscado, había nacido ella misma como un síntoma; era una nueva, artificiosa y efímera formación sustitutiva de lo reprimido, y tanto más desemejante a esto cuanto mayor desfiguración hubiera experimentado bajo el influjo de la resistencia. Empero, dada su naturaleza de síntoma, por fuerza mostraría cierta semejanza con lo buscado y, si la resistencia no era demasiado intensa, debía ser posible colegir, desde la ocurrencia, lo buscado escondido. La ocurrencia tenía que comportarse respecto del elemento reprimido como una alusión, como una figuración de él en discurso indirecto.

En el campo de la vida anímica normal conocemos casos en que situaciones análogas a la supuesta por nosotros brindan también parecidos resultados. Uno de ellos es el del chiste. Así, por los problemas de la técnica psicoanalítica me he visto precisado a ocuparme de la técnica de la formación de chistes. Les elucidaré un solo ejemplo de esta índole; se trata, por lo demás, de un chiste en lengua inglesa.

He aquí la anécdota: Dos hombres de negocios poco escrupulosos habían conseguido granjearse una enorme fortuna mediante una serie de empresas harto osadas, y tras ello se empeñaron en ingresar en la buena sociedad. Entre otros medios, les pareció adecuado hacerse retratar por el pintor más famoso y más caro de la ciudad, cada uno de cuyos cuadros se consideraba un acontecimiento. Quisieron mostrarlos por primera vez durante una gran soirée, y los dueños de casa en persona condujeron al crítico y especialista en arte más influyente hasta la pared del salón donde ambos retratos habían sido colgados uno junto al otro; esperaban así arrancarle un juicio admirativo. El crítico los contempló largamente, y al fin sacudió la cabeza como si echara de menos algo; se limitó a preguntar, señalando el espacio libre que quedaba entre ambos cuadros: «And where is the Saviour?» (« ¿Y dónde está el Salvador? »}. Veo que todos ustedes ríen con este buen chiste; ahora tratemos de entenderlo. Comprendemos que el especialista en arte quiere decir: «Son ustedes un par de pillos, como aquellos entre los cuales se crucificó al Salvador». Pero no se los dice; en lugar de ello., manifiesta algo que a primera vista parece raramente inapropiado y que no viniera al caso, pero de inmediato lo discernimos como una alusión al insulto por él intentado y como su cabal sustituto. No podemos esperar que en el chiste reencontraremos todas las circunstancias que conjeturamos para la génesis de la ocurrencia en nuestros pacientes, pero insistamos en la identidad de motivación entre chiste y ocurrencia. ¿Por qué nuestro crítico no dice a los dos pillos directamente lo que le gustaría? Porque junto a sus ganas de espetárselo sin disfraz actúan en él eficaces motivos contrarios. No deja de tener sus peligros ultrajar a personas de quienes uno es huésped y tienen a su disposición los vigorosos puños de gran número de servidores. Uno puede sufrir fácilmente el destino que en la conferencia anterior aduje como analogía para el «esfuerzo de desalojo» {represión}. Por esta razón el crítico no expresa de manera directa el insulto intentado, sino que lo hace en una forma desfigurada como «alusión con omisión». (ver nota) Y bien; opinamos que es esta misma constelación la culpable de que nuestro paciente, en vez de lo olvidado que se busca, produzca una ocurrencia sustitutiva más o menos desfigurada.

Señoras y señores: Es de todo punto adecuado llamar «Complejo», siguiendo a la escuela de Zurich (Bleuler, Jung y otros), a un grupo de elementos de representación investidos de afecto. Vemos, pues, que si para buscar un complejo reprimido partimos en cierto enfermo de lo último que aún recuerda, tenemos todas las perspectivas de colegirlo siempre que él ponga a nuestra disposición un número suficiente de sus ocurrencias libres. Dejamos entonces al enfermo decir lo que quiere, y nos atenemos a la premisa de que no puede ocurrírsele otra cosa que lo que de manera indirecta dependa del complejo buscado. Si este camino para descubrir lo reprimido les parece demasiado fatigoso, puedo al menos asegurarles que es el único transitable.

Al aplicar esta técnica todavía vendrá a perturbarnos el hecho de que el enfermo a menudo se interrumpe, se atasca y asevera que no sabe decir nada, no se le ocurre absolutamente nada. Si así fuera y él estuviese en lo cierto, otra vez nuestro procedimiento resultaría insuficiente. Pero una observación más fina muestra que esa denegación de las ocurrencias en verdad no sobreviene nunca. Su apariencia se produce sólo porque el enfermo, bajo el influjo de las resistencias, que se disfrazan en la forma de diversos juicios críticos acerca del valor de la ocurrencia, se reserva o hace a un lado la ocurrencia percibida. El modo de protegerse de ello es prever esa conducta y pedirle que no haga caso de esa crítica. Bajo total renuncia a semejante selección crítica, debe decir todo lo que se le pase por la cabeza, aunque lo considere incorrecto, que no viene al caso o disparatado, y con mayor razón todavía si le resulta desagradable ocupar su pensamiento en esa ocurrencia. Por medio de su obediencia a ese precepto nos aseguramos el material que habrá de ponernos sobre la pista de los complejos reprimidos.

Este material de ocurrencias que el enfermo arroja de sí con menosprecio cuando en lugar de encontrarse influido por el médico lo está por la resistencia constituye para el psicoanalista, por así decir, el mineral en bruto del que extraerá el valioso metal con el auxilio de sencillas artes interpretativas. Si ustedes quieren procurarse una noticia rápida y provisional de los complejos reprimidos de cierto enfermo, sin internarse todavía en su ordenamiento y enlace, pueden examinarlo mediante el experimento de la asociación, tal como lo han desarrollado Jung y sus discípulos. Este procedimiento presta al psicoanalista tantos servicios como al químico el análisis cualitativo; es omisible en la terapia de enfermos neuróticos, pero indispensable para la mostración objetiva de los complejos y en la indagación de las psicosis, que la escuela de Zurich ha abordado con éxito.

La elaboración de las ocurrencias que se ofrecen al paciente cuando se somete a la regla psicoanalítica fundamental no es el único de nuestros recursos técnicos para descubrir lo inconciente. Para el mismo fin sirven otros dos procedimientos: la interpretación de sus sueños y la apreciación de sus acciones fallidas y casuales.

Les confieso mis estimados oyentes, que consideré mucho tiempo si antes que darles este sucinto panorama de todo el campo del psicoanálisis no era preferible ofrecerles la exposición detallada de la interpretación de los sueños. Un motivo puramente subjetivo y en apariencia secundario me disuadió de esto último. Me pareció casi escandaloso presentarme en este país, consagrado a metas prácticas, como un «intérprete de sueños» antes que ustedes conocieran el valor que puede reclamar para sí este anticuado y escarnecido arte. La interpretación de los sueños es en realidad la vía regia para el conocimiento de lo inconciente, el fundamento más seguro del psicoanálisis y el ámbito en el cual todo trabajador debe obtener su convencimiento y su formación. Cuando me preguntan cómo puede uno hacerse psicoanalista, respondo: por el estudio de sus propios sueños. Con certero tacto todos los oponentes del psicoanálisis han esquivado hastá ahora examinar La interpretación de los sueños o han pretendido pasarla por alto con las más insulsas objeciones. Si, por lo contrario, son ustedes capaces de aceptar las soluciones de los problemas de la vida onírica, las novedades que el psicoanálisis propone a su pensamiento ya no les depararán dificultad alguna.

No olviden que nuestras producciones oníricas nocturnas, por una parte, muestran la máxima semejanza externa y parentesco interno con las creaciones de la enfermedad mental y, por la otra, son conciliables con la salud plena de la vida despierta. No es ninguna paradoja aseverar que quien se maraville ante esos espejismos sensoriales, ideas delirantes y alteraciones del carácter «normales», en lugar de entenderlos, no tiene perspectiva alguna de aprehender mejor que el lego las formaciones anormales de unos estados anímicos patológicos. Entre tales legos pueden ustedes contar hoy, con plena seguridad, a casi todos los psiquiatras. Síganme ahora en una rápida excursión por el campo de los problemas del sueño.

Despiertos, solemos tratar tan despreciativamente a los sueños como el paciente a las ocurrencias que el psicoanalista le demanda. Y también los arrojamos de nosotros, pues por regla general los olvidamos de manera rápida y completa. Nuestro menosprecio se funda en el carácter ajeno aun de aquellos sueños que no son confusos ni disparatados, y en el evidente absurdo y sinsentido de otros sueños; nuestro rechazo invoca las aspiraciones desinhibidamente vergonzosas e inmorales que campean en muchos sueños. Es notorio que la Antigüedad no compartía este menosprecio por los sueños. Y aun en la época actual, los estratos inferiores de nuestro pueblo no se dejan conmover en su estima por ellos; como los antiguos, esperan de ellos la revelación del futuro.

Confieso que no tengo necesidad alguna de unas hipótesis místicas para llenar las lagunas de nuestro conocimiento presente, y por eso nunca pude hallar nada que corroborase una supuesta naturaleza profética de los sueños. Son cosas de muy otra índole, aunque harto maravillosas también ellas, las que pueden decirse acerca de los sueños.

En primer lugar, no todos los sueños son para el soñante ajenos, incomprensibles y confusos. Si ustedes se avienen a someter a examen los sueños de niños de corta edad, desde un año y medio en adelante, los hallarán por entero simples y de fácil esclarecimiento. El niño pequeño sueña siempre con el cumplimiento de deseos que el día anterior le despertó y no le satisfizo. No hace falta ningún arte interpretativo para hallar esta solución simple, sino solamente averiguar las vivencias que el niño tuvo la víspera (el día del sueño). Sin duda, obtendríamos la solución más satisfactoria del enigma del sueño si también los sueños de los adultos no fueran otra cosa que los de los niños, unos cumplimientos de mociones de deseo nacidas el día del sueño. Y así es efectivamente; las dificultades que estorban esta solución pueden eliminarse paso a paso por medio de un análisis más penetrante de los sueños.

Entre ellas sobresale la primera y más importante objeción, a saber, que los sueños de adultos suelen poseer un contenido incomprensible, que en modo alguno permite discernir nada de un cumplimiento de deseo. Pero la respuesta es: Estos sueños han experimentado una desfiguración; el proceso psíquico que está en su base habría debido hallar originariamente una muy diversa expresión en palabras. Beben ustedes diferenciar el contenido manifiesto del sueño, tal como lo recuerdan de manera nebulosa por la mañana y trabajosamente visten con unas palabras al parecer arbitrarias, de los pensamientos oníricos latentes cuya presencia en lo inconciente han de suponer. Esta desfiguración onírica es el mismo proceso del que han tomado conocimiento al indagar la formación de síntomas histéricos; señala el hecho de que idéntico juego contrario de las fuerzas anímicas participa en la formación del sueño y en la del síntoma. El contenido manifiesto del sueño es el sustituto desfigurado de los pensamientos oníricos inconcientes, y esta desfiguración es la obra de unas fuerzas defensoras del yo, unas resistencias que en la vida de vigilia prohiben {verwehren} a los deseos reprimidos de lo inconciente todo acceso a la conciencia, y que aún en su rebajamiento durante el estado del dormir conservan al menos la fuerza suficiente para obligarlos a adoptar un disfraz encubridor. Luego el soñante no discierne el sentido de sus sueños más que el histérico la referencia y el significado de sus síntomas.

Que existen pensamientos oníricos latentes., y que entre ellos y el contenido manifiesto del sueño hay en efecto la relación que acabamos de describir, he ahí algo de lo que ustedes pueden convencerse mediante el análisis de los sueños, cuya técnica coincide con la psicoanalítica. Han de prescindir de la trama aparente de los elementos dentro del sueño manifiesto, y ponerse a recoger las ocurrencias que para cada elemento onírico singular se obtienen en la asociación libre siguiendo la regla del trabajo psicoanalítico. A partir de este material colegirán los pensamientos oníricos latentes de un modo idéntico al que les permitió colegir, desde las ocurrencias del enfermo sobre sus síntomas y recuerdos, sus complejos escondidos. Y en los pensamientos oníricos latentes así hallados se percatarán ustedes, sin más, de cuán justificado es reconducir los sueños de adultos a los de niños. Lo que ahora sustituye al contenido manifiesto del sueño como su sentido genuino es algo que siempre se comprende con claridad, se anuda a las impresiones vitales de la víspera, y prueba ser cumplimiento de unos deseos insatisfechos. Entonces, no podrán describir el sueño manifiesto, del que tienen noticia por el recuerdo del adulto, como no sea diciendo que es un cumplimiento disfrazado de unos deseos reprimidos.

Y ahora, mediante una suerte de trabajo sintético, pueden obtener también una intelección del proceso que ha producido la desfiguración de los pensamientos oníricos inconcientes en el contenido manifiesto del sueño. Llamamos «trabajo del sueño» a este proceso. Merece nuestro pleno interés teórico porque en él podemos estudiar, como en ninguna otra parte, qué insospechados procesos psíquicos son posibles en lo inconciente, o, expresado con mayor exactitud, entre dos sistemas psíquicos separados como el conciente y el inconciente. Entre estos procesos psíquicos recién discernidos se han destacado la condensación y el desplazamiento. El trabajo del sueño es un caso especial de las recíprocas injerencias de diferentes agrupamientos anímicos, vale decir el resultado de la escisión anímica, y en todos sus rasgos esenciales parece idéntico a aquel trabajo de desfiguración que muda los complejos reprimidos en síntomas a raíz de un esfuerzo de desalojo {represión} fracasado.

Además, en el análisis de los sueños descubrirán con asombro, y de la manera más convincente para ustedes mismos, el papel insospechadamente grande que en el desarrollo del ser humano desempeñan impresiones y vivencias de la temprana infancia. En la vida onírica el niño por así decir prosigue su existencia en el hombre, conservando todas sus peculiaridades y mociones de deseo, aun aquellas que han devenido inutilizables en la vida posterior. Así se les hacen a ustedes patentes, con un poder irrefutable, todos los desarrollos, represiones, sublimaciones y formaciones reactivas por los cuales desde el niño, de tan diversa disposición, surge el llamado hombre normal, el portador y en parte la víctima de la cultura trabajosamente conquistada.

También quiero señalarles que en el análisis de los sueños hemos hallado que lo inconciente se sirve, en particular para la figuración de complejos sexuales, de un cierto simbolismo que en parte varía con los individuos pero en parte es de una fijeza típica, y parece coincidir con el simbolismo que conjeturamos tras nuestros mitos y cuentos tradicionales. No sería imposible que estas creaciones de los pueblos recibieran su esclarecimiento desde el sueño.

Por último, debo advertirles que no se dejen inducir a error por la objeción de que la emergencia de sueños de angustia contradiría nuestra concepción del sueño como cumplimiento de deseo. Prescindiendo de que también estos sueños de angustia requieren interpretación antes que se pueda formular un juicio sobre ellos, es preciso decir, con validez universal, que la angustia no va unida al contenido del sueño de una manera tan sencilla como se suele imaginar cuando se carece de otras noticias sobre las condiciones de la angustia neurótica. La angustia es una de las reacciones desautorizadoras del yo frente a deseos reprimidos que han alcanzado intensidad, y por eso también en el sueño es muy explicable cuando la formación de este se ha puesto demasiado al servicio del cumplimiento de esos deseos reprimidos.

Ven ustedes que la exploración de los sueños tendría su justificación en sí misma por las noticias que brinda acerca de cosas que de otro modo sería difícil averiguar. Pero nosotros llegamos a ella en conexión con el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos. Tras lo dicho hasta aquí, pueden ustedes comprender fácilmente cómo la interpretación de los sueños, cuando no es demasiado estorbada por las resistencias del enfermo, lleva al conocimiento de sus deseos ocultos y reprimidos, así como de los complejos que estos alimentan; puedo pasar entonces al tercer grupo de fenómenos anímicos, cuyo estudio se ha convertido en un medio técnico para el psicoanálisis.

Me refiero a las pequeñas operaciones fallidas de los hombres tanto normales como neuróticos, a las que no se suele atribuir ningún valor: el olvido de cosas que podrían saber y que otras veces en efecto saben (p. ej., el hecho de que a uno no le acuda temporariamente un nombre propio); los deslices cometidos al hablar, que tan a menudo nos sobrevienen; los análogos deslices en la escritura y la lectura; el trastrocar las cosas confundido en ciertos manejos y el perder o romper objetos, etc., hechos notables para los que no se suele buscar un determinismo psíquico y que se dejan pasar sin reparos como unos sucesos contingentes, fruto de la distracción, la falta de atención y parecidas condiciones. A esto se suman las acciones y gestos que los hombres ejecutan sin advertirlo para nada y -con mayor razón- sin atribuirles peso anímico: el jugar o juguetear con objetos, tararear melodías, maniobrar con el propio cuerpo o sus ropas, y otras de este tenor. Estas pequeñas cosas, las operaciones fallidas así como las acciones sintomáticas y casuales, no son tan insignificantes como en una suerte de tácito acuerdo se está dispuesto a creer. Poseen pleno sentido desde la situación en que acontecen; en la mayoría de los casos se las puede interpretar con facilidad y certeza, y se advierte que también ellas expresan impulsos y propósitos que deben ser relegados, escondidos a la conciencia propia, o que directamente provienen de las mismas mociones de deseo y complejos reprimidos de que ya tenemos noticia como los creadores de los síntomas y de las imágenes oníricas. Merecen entonces ser consideradas síntomas, y tomar nota de ellas, lo mismo que de los sueños, puede llevar a descubrir lo escondido en la vida anímica. Por su intermedio el hombre deja traslucir de ordinario sus más íntimos secretos. Si sobrevienen con particular facilidad y frecuencia, aun en personas sanas que globalmente han logrado bien la represión de sus mociones inconcientes, lo deben a su insignificancia y nimiedad. Pero tienen derecho a reclamar un elevado valor teórico, pues nos prueban la existencia de la represión y la formación sustitutiva aun bajo las condiciones de la salud.

Ya echan de ver ustedes que el psicoanalista se distingue por una creencia particularmente rigurosa en el determinismo de la vida anímica. Para él no hay en las exteriorizaciones psíquicas nada insignificante, nada caprichoso ni contingente; espera hallar una motivación suficiente aun donde no se suele plantear tal exigencia. Y todavía más: está preparado para descubrir una motivación múltiple del mismo efecto anímico, mientras que nuestra necesidad de encontrar las causas, que se supone innata, se declara satisfecha con una única causa psíquica.

Recapitulen ahora los medios que poseemos para descubrir lo escondido, olvidado, reprimido en la vida anímica: el estudio de las convocadas ocurrencias del paciente en la asociación libre, de sus sueños y de sus acciones fallidas y sintomáticas; agreguen todavía la valoración de otros fenómenos que se ofrecen en el curso del tratamiento psicoanalítico, sobre los cuales haré luego algunas puntualizaciones bajo el título de la «trasferencia», y llegarán conmigo a la conclusión de que nuestra técnica es ya lo bastante eficaz para poder resolver su tarea, para aportar a la conciencia el material psíquico patógeno y así eliminar el padecimiento provocado por la formación de síntomas sustitutivos. Y además, el hecho de que en tanto nos empeñamos en la terapia enriquezcamos y ahondemos nuestro conocimiento sobre la vida anímica de los hombres normales y enfermos no puede estimarse de otro modo que como un particular atractivo y excelencia de este trabajo.

No sé si han recibido ustedes la impresión de que la técnica por cuyo arsenal acabo de guiarlos es particularmente difícil. Opino que es por entero apropiada para el asunto que está destinada a dominar. Pero hay algo seguro: ella no es evidente de suyo, se la debe aprender como a la histológica o quirúrgica. Acaso les asombre enterarse de que en Europa hemos recibido, sobre el psicoanálisis, una multitud de juicios de personas que nada saben de esta técnica ni la aplican, y luego nos piden, como en burla, que les probemos la corrección de nuestros resultados. Sin duda que entre esos contradictores hay también personas que en otros campos no son ajenas a la mentalidad científica, y por ejemplo no desestimarían un resultado de la indagación microscópica por el hecho de que no se lo pueda corroborar a simple vista en el preparado anatómico, ni antes de formarse sobre el asunto un juicio propio con la ayuda del microscopio. Pero en materia de psicoanálisis las condiciones son en verdad menos favorables para el reconocimiento. El psicoanálisis quiere llevar al reconocimiento conciente lo reprimido en la vida anímica, y todos los que formulan juicios sobre él son a su vez hombres que poseen tales represiones, y acaso sólo a duras penas las mantienen en pie. No puede menos, pues, que provocarles la misma resistencia que despierta en el enfermo, y a esta le resulta fácil disfrazarse de desautorización intelectual y aducir argumentos semejantes a los que nosotros proscribimos {abwehren} en nuestros enfermos con la regla psicoanalítica fundamental. Así como en nuestros enfermos, también en nuestros oponentes podemos comprobar a menudo un muy notable rebajamiento de su facultad de juzgar, por obra de influjos afectivos. La presunción de la conciencia, que por ejemplo desestima al sueño con tanto menosprecio, se cuenta entre los dispositivos protectores provistos universalmente a todos nosotros para impedir la irrupción de los complejos inconcientes, y por eso es tan difícil convencer a los seres humanos de la realidad de lo inconciente y darles a conocer algo nuevo que contradice su noticia conciente.


Cinco conferencias sobre psicoanálisis - Conferencia 2

Cinco conferencias sobre psicoanálisis. (1910 [1909]).

II



Señoras y señores: Más o menos por la misma época en que Breuer ejercía con su paciente la «talking cure», el maestro Charcot había iniciado en París aquellas indagaciones sobre las histéricas de la Salpétriere que darían por resultado una comprensión novedosa de la enfermedad. Era imposible que esas conclusiones ya se conocieran por entonces en Viena. Pero cuando una década más tarde Breuer y yo publicamos la comunicación preliminar sobre el mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos [1893a], que tomaba como punto de partida el tratamiento catártico de la primera paciente de Breuer, nos encontrábamos enteramente bajo el sortilegio de las investigaciones de Charcot. Equiparamos las vivencias patógenas de nuestros enfermos, en calidad de traumas psíquicos, a aquellos traumas corporales cuyo influjo sobre parálisis histéricas Charcot había establecido; y la tesis de Breuer sobre los estados hipnoides no es en verdad sino un reflejo del hecho de que Charcot hubiera reproducido artificialmente en la hipnosis aquellas parálisis traumáticas.

El gran observador francés, de quien fui discípulo entre 1885 y 1886, no se inclinaba a las concepciones psicológicas; sólo su discípulo Pierre Janet intentó penetrar con mayor profundidad en los particulares procesos psíquicos de la histeria, y nosotros seguimos su ejemplo cuando situamos la escisión anímica y la fragmentación de la personalidad en el centro de nuestra concepción. Hallan ustedes en Janet una teoría de la histeria que toma en cuenta las doctrinas prevalecientes en Francia acerca del papel de la herencia y de la degeneración. Según él, la histeria es una forma de la alteración degenerativa del sistema nervioso que se da a conocer mediante una endeblez innata de la síntesis psíquica. Sostiene que los enfermos de histeria son desde el comienzo incapaces de cohesionar en una unidad la diversidad de los procesos anímicos, y por eso se inclinan a la disociación anímica. Si me permiten ustedes un símil trivial, pero nítido, la histérica de Janet recuerda a una débil señora que ha salido de compras y vuelve a casa cargada con una montaña de cajas y paquetes. Sus dos brazos y los diez dedos de las manos no le bastan para dominar todo el cúmulo y entonces se le cae primero un paquete. Se agacha para recogerlo, y ahora es otro el que se le escapa, etc. No armoniza bien con esa supuesta endeblez anímica de las histéricas el hecho de que entre ellas puede observarse, ¡unto a los fenómenos de un rendimiento disminuido, también ejemplos de un incremento parcial de su productividad, como a modo de un resarcimiento. En la época en que la paciente de Breuer había olvidado su lengua materna y todas las otras salvo el inglés, su dominio de esta última llegó a tanto que era capaz, si se le presentaba un libro escrito en alemán, de producir de primer intentó una traducción intachable y fluida al inglés leyendo en voz alta.

Cuando luego me apliqué a continuar por mi cuenta las indagaciones iniciadas por Breuer, pronto llegué a otro punto de vista acerca de la génesis de la disociación histérica (escisión de conciencia). Semejante divergencia, decisiva para todo lo que había de seguir, era forzoso que se produjese, pues yo no partía, como Janet, de experimentos de laboratorio, sino de empeños terapéuticos.

Sobre todo me animaba la necesidad práctica. El tratamiento catártico, como lo había ejercitado Breuer, implicaba poner al enfermo en estado de hipnosis profunda, pues sólo en el estado hipnótico hallaba este la noticia ¿le aquellos nexos patógenos, noticia que le faltaba en su estado normal. Ahora bien, la hipnosis pronto empezó a desagradarme, como un recurso tornadizo y por así decir místico; y cuando hice la experiencia de que a pesar de todos mis empeños sólo conseguía poner en el estado hipnótico a una fracción de mis enfermos, me resolví a resignar la hipnosis e independizar de ella al tratamiento catártico. Puesto que no podía alterar a voluntad el estado psíquico de la mayoría de mis pacientes, me orienté a trabajar con su estado normal. Es cierto que al comienzo esto parecía una empresa sin sentido ni perspectivas. Se planteaba la tarea de averiguar del enfermo algo que uno no sabía y que ni él mismo sabía; ¿cómo podía esperarse averiguarlo no obstante? Entonces acudió en mi auxilio el recuerdo de un experimento muy asombroso e instructivo que yo había presenciado junto a Bernheim en Nancy [en 1889]. Bernheim nos demostró por entonces que las personas a quienes él había puesto en sonambulismo hipnótico, haciéndoles vivenciar en ese estado toda clase de cosas, sólo en apariencia habían perdido el recuerdo de lo que vivenciaron sonámbulas y era posible despertarles tales recuerdos aun en el estado normal. Cuando les inquiría por sus vivencias sonámbulas, al comienzo aseveraban por cierto no saber nada; pero si él no desistía, si las esforzaba, si les aseguraba que empero lo sabían, en todos los casos volvían a acudirles esos recuerdos olvidados.

Fue lo que hice también yo con mis pacientes. Cuando había llegado con ellos a un punto en que aseveraban no saber nada más, les aseguraba que empero lo sabían, que sólo debían decirlo, y me atrevía a sostenerles que el recuerdo justo sería el que les acudiese en el momento en que yo les pusiese mi mano sobre su frente. De esa manera conseguía, sin emplear la hipnosis, averiguar. de los enfermos todo lo requerido para restablecer el nexo entre las escenas patógenas olvidadas y los síntomas que estas habían dejado como secuela. Pero era un procedimiento trabajoso, agotador a la larga, que no podía ser el apropiado para una técnica definitiva.

Mas no lo abandoné sin extraer de las percepciones que él procuraba las conclusiones decisivas. Así, pues, yo había corroborado que los recuerdos olvidados no estaban perdidos. Se encontraban en posesión del enfermo y prontos a aflorar en asociación con lo todavía sabido por él, pero alguna fuerza les impedía devenir concientes y los constreñía a permanecer inconcientes. Era posible suponer con certeza la existencia de esa fuerza, pues uno registraba un esfuerzo {Anstrengung} correspondiente a ella cuando se empeñaba, oponiéndosele, en introducir los recuerdos inconcientes en la conciencia del enfermo. Uno sentía como resistencia del enfermo esa fuerza que mantenía en pie al estado patológico.

Ahora bien, sobre esa idea de la resistencia he fundado mi concepción de los procesos psíquicos de la histeria. Cancelar esas resistencias se había demostrado necesario para el restablecimiento; y ahora, a partir del mecanismo de la curación, uno podía formarse representaciones muy precisas acerca de lo acontecido al contraerse la enfermedad. Las mismas fuerzas que hoy, como resistencia, se oponían al empeño de hacer conciente lo olvidado tenían que ser las que en su momento produjeron ese olvido y esforzaron {drängen} afuera de la conciencia las vivencias patógenas en cuestión. Llamé represión {esfuerzo de desalojo} a este proceso por mí supuesto, y lo consideré probado por la indiscutible existencia de la resistencia.

Desde luego, cabía preguntarse cuáles eran esas fuerzas y cuáles las condiciones de la represión en la que ahora discerníamos el mecanismo patógeno de la histeria. Una indagación comparativa de las situaciones patógenas de que se había tenido noticia mediante el tratamiento catártico permitía ofrecer una respuesta. En todas esas vivencias -había estado en juego el afloramiento de una moción de deseo que se encontraba en aguda oposición a los demás deseos del individuo, probando ser inconciliable con las exigencias éticas y estéticas de la personalidad. Había sobrevenido un breve conflicto, y el final de esta lucha interna fue que la representación que aparecía ante la conciencia como la portadora de aquel deseo inconciliable sucumbió a la represión {esfuerzo de desalojo} y fue olvidada. y esforzada afuera de la conciencia junto con los recuerdos relativos a ella. Entonces, la inconciliabilidad de esa representación con el yo del enfermo era el motivo {Motiv, «la fuerza impulsora»} de la represión; y las fuerzas represoras eran los reclamos éticos, y otros, del individuo. La aceptación de la moción de deseo inconciliable, o la persistencia del conflicto, habrían provocado un alto grado de displacer; este displacer era ahorrado por la represión, que de esa manera probaba ser uno de los dispositivos protectores de la personalidad anímica.

Les referiré, entre muchos, uno solo de mis casos, en el que se disciernen con bastante nitidez tanto las condiciones como la utilidad de la represión. Por cierto que para mis fines me veré obligado a abreviar este historial clínico, dejando de lado importantes premisas de él. Una joven que poco tiempo antes había perdido a su amado padre, de cuyo cuidado fue partícipe -situación análoga a la de la paciente de Breuer-, sintió, al casarse su hermana mayor, una particular simpatía hacia su cuñado, que fácilmente pudo enmascararse como una ternura natural entre parientes. Esta hermana pronto cayó enferma y murió cuando la paciente se encontraba ausente junto con su madre. Las ausentes fueron llamadas con urgencia sin que se les proporcionase noticia cierta del doloroso suceso, Cuando la muchacha hubo llegado ante el lecho de su hermana muerta, por un breve instante afloró en ella una idea que podía expresarse aproximadamente en estas palabras: «Ahora él está libre y puede casarse conmigo». Estamos autorizados a dar por cierto que esa idea, delatora de su intenso amor por el cuñado, y no conciente para ella misma, fue entregada de inmediato a la represión por la revuelta de sus sentimientos. La muchacha contrajo graves síntomas histéricos y cuando yo la tomé bajo tratamiento resultó que había olvidado por completo la escena junto al lecho de su hermana, así como la moción odiosa y egoísta que emergiera en ella. La recordó en el tratamiento, reprodujo el factor patógeno en medio de los indicios de la más violenta emoción, y sanó así.

Acaso me sea lícito ilustrarles el proceso de la represión y su necesario nexo con la resistencia mediante un grosero símil que tomaré, justamente, de la situación en que ahora nos encontramos. Supongan que aquí, dentro de esta sala y entre este auditorio cuya calma y atención ejemplares yo no sabría alabar bastante, se encontrara empero un individuo revoltoso que me distrajera de mi tarea con sus impertinentes risas, charla, golpeteo con los pies. Y que yo declarara que así no puedo proseguir la conferencia, tras lo cual se levantaran algunos hombres vigorosos entre ustedes y tras breve lucha pusieran al barullero en la puerta. Ahora él está «desalojado» (reprimido} y yo puedo continuar mi exposición. Ahora bien, para que la perturbación no se repita si el expulsado intenta volver a ingresar en la sala, los señores que ejecutaron mi voluntad colocan sus sillas contra la puerta y así se establecen como una «resistencia» tras un esfuerzo de desalojo (represión} consumado. Si ustedes trasfieren las dos localidades a lo psíquico como lo «conciente» y lo «inconciente», obtendrán una imagen bastante buena del proceso de la represión.

Ahora ven ustedes en qué radica la diferencia entre nuestra concepción y la de Janet. No derivamos la escisión psíquica de una insuficiencia innata que el aparato anímico tuviera para la síntesis, sino que la explicamos dinámicamente por el conflicto de fuerzas anímicas en lucha, discernimos en ella el resultado de una renuencia activa de cada uno de los dos agrupamientos psíquicos respecto del otro, Ahora bien, nuestra concepción engendra un gran número de nuevas cuestiones. La situación del conflicto psíquico es sin duda frecuentísima; un afán del yo por defenderse de recuerdos penosos se observa con total regularidad, y ello sin que el resultado sea una escisión anímica. Uno no puede rechazar la idea de que hacen falta todavía otras condiciones para que el conflicto tenga por consecuencia la disociación. También les concedo que con la hipótesis de la represión no nos encontramos al final, sino sólo al comienzo, de una teoría psicológica, pero no tenemos otra alternativa que avanzar paso a paso y confiar a un trabajo progresivo en anchura y profundidad la obtención de un conocimiento acabado.

Desistan, por otra parte, del intento de situar el caso de la paciente de Breuer bajo los puntos de vista de la represión. Ese historial clínico no se presta a ello porque se lo obtuvo con el auxilio del influjo hipnótico. Sólo si ustedes desechan la hipnosis pueden notar las resistencias y represiones y formarse una representación certera del proceso patógeno efectivo. La hipnosis encubre a la resistencia; vuelve expedito un cierto ámbito anímico, pero en cambio acumula la resistencia en las fronteras de ese ámbito al modo de una muralla que vuelve inaccesible todo lo demás.

Lo más valioso que aprendimos de la observación de Breuer fueron las noticias acerca de los nexos entre los síntomas y las vivencias patógenas o traumas psíquicos, y ahora no podemos omitir el apreciar esas intelecciones desde el punto de vista de la doctrina de la represión. Al comienzo no se ve bien cómo desde la represión puede llegarse a la formación de síntoma. En lugar de proporcionar una compleja deducción teórica, retomaré en este punto la imagen que antes usamos para ilustrar la represión {esfuerzo de desalojo}. Consideren que con el distanciamiento del miembro perturbador y la colocación de los guardianes ante la puerta el asunto no necesariamente queda resuelto. Muy bien puede suceder que el expulsado, ahora enconado y despojado de todo miramiento, siga dándonos qué hacer. Es verdad que ya no está entre nosotros; nos hemos librado de su presencia, de su risa irónica, de sus observaciones a media voz, pero en cierto sentido el esfuerzo de desalojo no ha tenido éxito, pues ahora da ahí afuera un espectáculo insoportable, y sus gritos y los golpes de puño que aplica contra la puerta estorban mi conferencia más que antes su impertinente conducta. En tales circunstancias no podríamos menos que alegrarnos si, por ejemplo, nuestro estimado presidente, el doctor Stanley Hall, quisiera asumir el papel de mediador y apaciguador. Hablaría con el miembro revoltoso ahí afuera y acudiría a nosotros con la exhortación de que lo dejáramos reingresar, ofreciéndose él como garante de su buen comportamiento. Obedeciendo a la autoridad del doctor Hall, nos decidimos entonces a cancelar de nuevo el desalojo, y así vuelven a reinar la calma y la paz. En realidad, no es esta una figuración inadecuada de la tarea que compete al médico en la terapia psicoanalítica de las neurosis.

Para decirlo ahora más directamente: mediante la indagación de los histéricos y otros neuróticos llegamos a convencernos de que en ellos ha fracasado la represión de la idea entramada con el deseo insoportable. Es cierto que la han pulsionado afuera de la conciencia y del recuerdo, ahorrándose en apariencia una gran suma de displacer, pero la moción de deseo reprimida perdura en lo inconciente, al acecho de la oportunidad de ser activada; y luego se las arregla para enviar dentro de la conciencia una formación sustitutiva, desfigurada y vuelta irreconocible, de lo reprimido, a la que pronto se anudan las mismas sensaciones de displacer que uno creyó ahorrarse mediante la represión. Esa formación sustitutiva de la idea reprimida -el síntoma- es inmune a los ataques del yo defensor, y en vez de un breve conflicto surge ahora un padecer sin término en el tiempo. En el síntoma cabe comprobar, junto a los indicios de la desfiguración, un resto de semejanza, procurada de alguna manera, con la idea originariamente reprimida; los caminos por los cuales se consumó la formación sustitutiva pueden descubrirse en el curso del tratamiento psicoanalítico del enfermo, y para su restablecimiento es necesario que el síntoma sea trasportado de nuevo por esos mismos caminos hasta la idea reprimida. Si lo reprimido es devuelto a la actividad anímica conciente, lo cual presupone la superación de considerables resistencias, el conflicto psíquico así generado y que el enfermo quiso evitar puede hallar, con la guía del médico, un desenlace mejor que el que le procuró la represión. De tales tramitaciones adecuadas al fin, que llevan conflicto y neurosis a un feliz término, las hay varias, y en algunos casos es posible alcanzarlas combinadas entre sí. La personalidad del enfermo puede ser convencida de que rechazó el deseo patógeno sin razón y movida a aceptarlo total o parcialmente, o este mismo deseo ser guiado hacia una meta superior y por eso exenta de objeción (lo que se llama su sublimación), o bien admitirse que su desestimación es justa, pero sustituirse el mecanismo automático y por eso deficiente de la represión por un juicio adverso {Verurteilung) con ayuda de las supremas operaciones espirituales del ser humano; así se logra su gobierno conciente.

Discúlpenme ustedes si no he logrado exponerles de una manera claramente aprehensible estos puntos capitales del método de tratamiento ahora llamado psicoanálisis. Las dificultades no se deben sólo a la novedad del asunto. Sobre la índole de los deseos inconciliables que a pesar de la represión saben hacerse oír desde lo inconciente, y sobre las condiciones subjetivas o constitucionales que deben darse en cierta persona para que se produzca ese fracaso de la represión y una formación sustitutiva o de síntoma, daremos noticia luego, con algunas puntualizaciones.



Cinco conferencias sobre psicoanálisis - Conferencia 1

Cinco conferencias sobre psicoanálisis. (1910 [1909]).

I


Señoras y señores: Dictar conferencias en el Nuevo Mundo ante un auditorio ávido de saber provoca en mí un novedoso y desconcertante sentimiento. Parto del supuesto de que debo ese honor solamente al enlace de mi nombre con el tema del psicoanálisis, y por eso me propongo hablarles de este último. Intentaré proporcionarles en la más apretada síntesis un panorama acerca de la historia, la génesis y el ulterior desarrollo de este nuevo método de indagación y terapia.

Si constituye un mérito haber dado nacimiento al psicoanálisis, ese mérito no es mío. (ver nota) Yo no participé en sus inicios. Era un estudiante preocupado por pasar sus últimos exámenes cuando otro médico de Viena, el doctor Josef Breuer, aplicó por primera vez ese procedimiento a una muchacha afectada de histeria (desde 1880 hasta 1882). De ese historial clínico y terapéutico nos ocuparemos; ahora. Lo hallarán expuesto con detalle en Estudios sobre la histeria [1895], publicados luego por Breuer y por mí. (ver nota)

Una sola observación antes de empezar: no sin satisfacción me he enterado de que la mayoría de mis oyentes no pertenecen al gremio médico. No tengan ustedes cuidado; no hace falta una particular formación previa en medicina para seguir mi exposición. Es cierto que por un trecho avanzaremos junto con los médicos, pero pronto nos separaremos para acompañar al doctor Breuer en un peculiarísimo camino.

La paciente del doctor Breuer, una muchacha de veintiún años, intelectualmente muy dotada, desarrolló en el trayecto de su enfermedad, que se extendió por dos años, una serie de perturbaciones corporales y anímicas merecedoras de tomarse con toda seriedad. Sufrió una parálisis con rigidez de las dos extremidades del lado derecho, que permanecían insensibles, y a veces esta misma afección en los miembros del lado izquierdo; perturbaciones en los movimientos oculares y múltiples deficiencias en la visión, dificultades para sostener la cabeza, una intensa tussis nervosa, asco frente a los alimentos y en una ocasión, durante varias semanas, incapacidad para beber no obstante una sed martirizadora; además, disminución de la capacidad de hablar, al punto de no poder expresarse o no comprender su lengua materna, y, por último, estados de ausencia, confusión, deliria, alteración de su personalidad toda, a los cuales consagraremos luego nuestra atención.

Al tomar conocimiento ustedes de semejante cuadro patológico, se inclinarán a suponer, aun sin ser médicos, que se trata de una afección grave, probablemente cerebral, que ofrece pocas perspectivas de restablecimiento y acaso lleve al temprano deceso de los aquejados por ella. Admitan, sin embargo, esta enseñanza de los médicos: para toda una serie de casos que presentan esas graves manifestaciones está justificada otra concepción, mucho más favorable. Si ese cuadro clínico aparece en una joven en quien una indagación objetiva demuestra que sus órganos internos vitales (corazón, riñones) son normales, pero que ha experimentado violentas conmociones del ánimo, y si en ciertos caracteres más finos los diversos síntomas se apartan de lo que cabría esperar, los médicos no juzgarán muy grave el caso. Afirmarán no estar frente a una afección orgánica del cerebro, sino ante ese enigmático estado que desde los tiempos de la medicina griega recibe el nombre de histeria y es capaz de simular toda una serie de graves cuadros. Por eso no disciernen peligro mortal y consideran probable una recuperación -incluso total- de la salud. No siempre es muy fácil distinguir una histeria de una afección orgánica grave. Pero no necesitamos saber cómo se realiza un diagnóstico diferencial de esta clase; bástenos la seguridad de que justamente el caso de la paciente de Breuer era uno de esos en que ningún médico experto erraría el diagnóstico de histeria. En este punto podemos traer, del informe clínico, un complemento: ella contrajo su enfermedad mientras cuidaba a su padre, tiernamente amado, de una grave dolencia que lo llevó a la tumba, y a raíz de sus propios males debió dejar de prestarle esos auxilios.

Hasta aquí nos ha resultado ventajoso avanzar junto con los médicos, pero pronto nos separaremos de ellos. En efecto, no esperen ustedes que las perspectivas del tratamiento médico hayan de mejorar esencialmente para el enfermo por el hecho de que se le diagnostique una histeria en lugar de una grave afección cerebral orgánica. Frente a las enfermedades graves del encéfalo, el arte médico es impotente en la mayoría de los casos, pero el facultativo tampoco sabe obrar nada contra la afección histérica. Tiene que dejar librados a la bondadosa naturaleza el momento y el modo en que se realice su esperanzada prognosis. (ver nota)

Entonces, poco cambia para el enfermo al discernírsele la histeria; es al médico a quien se le produce una gran variación. Podemos observar que su actitud hacia el histérico difiere por completo de la que adopta frente al enfermo crónico. No quiere dispensar al primero el mismo grado de interés que al segundo, pues su dolencia es mucho menos seria, aunque parezca reclamar que se la considere igualmente grave. Pero no es este el único motivo. El médico, que en sus estudios ha aprendido tantas cosas arcanas para el lego, ha podido formarse de las causas y alteraciones patológicas (p. ej., las sobrevenidas en el encéfalo de una persona afectada de apoplejía o neoplasia) unas representaciones que sin duda son certeras hasta cierto grado, puesto que le permiten entender los detalles del cuadro clínico. Ahora bien, todo su saber, su previa formación patológica y anátomo-fisíológica, lo desasiste al enfrentar las singularidades de los fenómenos histéricos. No puede comprender la histeria, ante la cual se encuentra en la misma situación que el lego. He ahí algo bien ingrato para quien tanto se precia de su saber en otros terrenos. Por eso los histéricos pierden su simpatía; los considera como unas personas que infringen las leyes de su ciencia, tal como miran los ortodoxos a los heréticos; les atribuye toda la malignidad posible, los acusa de exageración y deliberado engaño, simulación, y los castiga quitándoles su interés.

Pues bien; el doctor Breuer no incurrió en esta falta con su paciente: le brindó su simpatía e interés, aunque al comienzo no sabía cómo asistirla. Es probable que se lo facilitaran las notables cualidades espirituales y de carácter de ella, de las que da testimonio en el historial clínico que redactó. Su amorosa observación pronto descubrió el camino que le posibilitaría el primer auxilio terapéutico.

Se había notado que en sus estados de ausencia, de alteración psíquica con confusión, la enferma solía murmurar entre sí algunas palabras que parecían provenir de unos nexos en que se ocupase su pensamiento. Entonces el médico, que se hizo informar acerca de esas palabras, la ponía en una suerte de hipnosis y en cada ocasión se las repetía a fin de moverla a que las retornase. Así comenzaba a hacerlo la enferma, y de ese modo reproducía ante el médico las creaciones psíquicas que la gobernaban durante las ausencias y se habían traslucido en esas pocas palabras inconexas. Eran fantasías tristísimas, a menudo de poética hermosura -sueños diurnos, diríamos nosotros-, que por lo común tomaban como punto de partida la situación de una muchacha ante el lecho de enfermo de su padre. Toda vez que contaba cierto número de esas fantasías, quedaba como liberada y se veía reconducida a la vida anímica normal. Ese bienestar, que duraba varías horas, daba paso al siguiente día a una nueva ausencia, vuelta a cancelar de igual modo mediante la enunciación de las fantasías recién formadas. No era posible sustraerse a la impresión de que* la alteración psíquica exteriorizada en las ausencias era resultado del estímulo procedente de estas formaciones de fantasía, plenas de afecto en grado sumo. La paciente misma ' que en la época de su enfermedad, asombrosamente, sólo hablaba y comprendía el inglés, bautizó a este novedoso tratamiento como «talking cure» {«cura de conversación»} o lo definía en broma como «chimney-sweeping» {«limpieza de chimenea»}.

Pronto se descubrió como por azar que mediante ese deshollinamiento del alma podía obtenerse algo más que una eliminación pasajera de perturbaciones anímicas siempre recurrentes. También se conseguía hacer desaparecer los síntomas patológicos cuando en la hipnosis se recordaba, con exteriorización de afectos, la ocasión y el asunto a raíz del cual esos síntomas se habían presentado por primera vez. «En el verano hubo un período de intenso calor, y la paciente sufrió mucha sed; entonces, y sin que pudiera indicar razón alguna, de pronto se le volvió imposible beber. Tomaba en su mano el ansiado vaso de agua, pero tan pronto lo tocaban sus labios, lo arrojaba de sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente que durante esos segundos caía en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de frutas, melones, etc., que le mitigaban su sed martirizadora. Cuando esta situación llevaba ya unas seis semanas, se puso a razonar en estado de hipnosis acerca de su dama de compañía inglesa, a quien no amaba, y refirió entonces con todos los signos de la repugnancia cómo había ido a su habitación, y ahí vio a su perrito, ese asqueroso animal, beber de un vaso. Ella no dijo nada pues quería ser cortés. Tras dar todavía enérgica expresión a ese enojo que se le había quedado atascado, pidió de beber, tomó sin inhibición una gran cantidad de agua y despertó de la hipnosis con el vaso en los labios. Con ello la perturbación desaparecía para siempre». (ver nota)

Permítanme detenerme un momento en esta experiencia. Hasta entonces nadie había eliminado un síntoma histérico por esa vía, ni penetrado tan hondo en la inteligencia de su causación. No podía menos que constituir un descubrimiento de los más vastos alcances si se corroboraba la expectativa de que también otros síntomas, y acaso la mayoría, nacían de ese modo en los enfermos e igualmente se los podía cancelar. Breuer no ahorró esfuerzos para convencerse de ello, y pasó a investigar de manera planificada la patogénesis de los otros síntomas, más graves. Y así era, efectivamente; casi todos los síntomas habían nacido como unos restos, como unos precipitados si ustedes quieren, de vivencias plenas de afecto a las que por eso hemos llamado después. «traumas psíquicos»; y su particularidad se esclarecía por la referencia a la escena traumática que los causó. Para decirlo con un tecnicismo, eran determinados {determinieren} por las escenas cuyos restos mnémicos ellos figuraban, y ya no se debía describirlos como unas operaciones arbitrarias o enigmáticas de la neurosis. Anotemos sólo una desviación respecto de aquella expectativa. La que dejaba como secuela al síntoma no siempre era una vivencia única; las más de las veces habían concurrido a ese efecto repetidos y numerosos traumas, a menudo muchísimos de un mismo tipo. Toda esta cadena de recuerdos patógenos debía ser reproducida luego en su secuencia cronológica, y por cierto en sentido inverso: los últimos primero, y los primeros en último lugar; era de todo punto imposible avanzar hasta el primer trauma, que solía ser el más eficaz, saltando los sobrevenidos después.

Querrán ustedes, sin duda, que les comunique otros ejemplos de causación de síntomas histéricos, además de esta aversión al agua por asco al perro que bebió del vaso. Empero, si deseo cumplir mi programa, debo limitarme a muy pocas muestras. Así, Breuer refiere que las perturbaciones en la visión de la enferma se reconducían a ocasiones «de este tipo: la paciente estaba sentada, con lágrimas en los ojos, junto al lecho de enfermo de su padre, cuando este le preguntó de pronto qué hora era; ella no veía claro, hizo un esfuerzo, acercó el reloj a sus ojos y entonces la esfera se le apareció muy grande (macropsia y strabismus convergens); o bien se esforzó por sofocar las lágrimas para que el padre no las viera». Por otra parte, todas las impresiones patógenas venían de la época en que participó en el cuidado de su padre enfermo. «Cierta vez hacía vigilancia nocturna con gran angustia por el enfermo, que padecía alta fiebre, y en estado de tensión porque se esperaba a un cirujano de Viena que practicaría la operación. La madre se había alejado por un rato, y Anna estaba sentada junto al lecho del enfermo, con el brazo derecho sobre el respaldo de la silla. Cayó en un estado de sueño despierto y vio cómo desde la pared una serpiente negra se acercaba al enfermo para morderlo. (Es muy probable que en el prado que se extendía detrás de la casa aparecieran de hecho algunas serpientes y ya antes hubieran provocado terror a la muchacha, proporcionando ahora el material de la alucinación.) Quiso espantar al animal pero estaba como paralizada; el brazo derecho, pendiente sobre el respaldo, se le había «dormido», volviéndosele anestésico y parético, y cuando lo observó los dedos se mudaron en pequeñas serpientes rematadas en calaveras (las uñas). Probablemente hizo intentos por ahuyentar a la serpiente con la mano derecha paralizada, y por esa vía su anestesia y parálisis entró en asociación con la alucinación de la serpiente. Cuando esta hubo desaparecido, quiso en su angustia rezar, pero se le denegó toda lengua, no pudo hablar en ninguna, hasta que por fin dio con un verso infantil en inglés y entonces pudo seguir pensando y orar en esa lengua». Al recordar esta escena en la hipnosis, quedó eliminada también la parálisis rígida del brazo derecho, que persistía desde el comienzo de la enfermedad, llegando así a su fin el tratamiento.

Cuando años después yo empecé a aplicar el método de indagación y tratamiento de Breuer a mis propios pacientes, hice experiencias que coincidían en un todo con las de él. Una dama de unos cuarenta años sufría de un tic, un curioso ruido semejante a un chasquido que ella producía a raíz de cualquier emoción y aun sin ocasión visible. Tenía su origen en dos vivencias cuyo rasgo común era que ella se había propuesto no hacer ruido alguno, a pesar de lo cual, por una suerte de voluntad contraria, rompió el silencio justamente con aquel chasquido: una vez, cuando al fin había conseguido hacer dormir con gran trabajo a su hija enferma y se dijo que ahora tenía que guardar un silencio absoluto para no despertarla, y la otra, cuando durante un viaje en coche con sus dos hijas los caballos se espantaron con la tormenta, y ella pretendió evitar cuidadosamente todo ruido para que los animales no se asustaran todavía más. Les doy este ejemplo entre muchos otros consignados en Estudios sobre la histeria. (ver nota)

Señoras y señores: Si me permiten ustedes la generalización que es inevitable aun tras una exposición tan abreviada, podemos verter en esta fórmula el conocimiento adquirido hasta ahora: Nuestros enfermos de histeria padecen de reminiscencias. Sus síntomas son restos y símbolos mnémicos de ciertas vivencias (traumáticas). Una comparación con otros símbolos, mnémicos de campos diversos acaso nos lleve a comprender con mayor profundidad este simbolismo. También los monumentos con que adornamos nuestras grandes ciudades son unos tales símbolos mnémicos. Si ustedes van de paseo por Londres, hallarán, frente a una de las mayores estaciones ferroviarias de la ciudad, una columna gótica ricamente guarnecida, la Charing Cross. En el siglo xiii, uno de los antiguos reyes de la casa de Plantagenet hizo conducir a Westminstet los despojos de su amada reina Eleanor y erigió cruces góticas en cada una de las estaciones donde el sarcófago se depositó en tierra; Charing Cross es el último de los monumentos destinados a conservar el recuerdo de este itinerario doliente. (ver nota) En otro lugar de la ciudad, no lejos del London Bridge, descubrirán una columna más moderna, eminente, que en aras de la brevedad es llamada «The Monument». Perpetúa la memoria del incendio que en 1666 estalló en las cercanías y destruyó gran parte de la ciudad. Estos monumentos son, pues, símbolos mnémicos como los síntomas histéricos; hasta este punto parece justificada la comparación. Pero, ¿qué dirían ustedes de un londinense que todavía hoy permaneciera desolado ante el monumento recordatorio del itinerario fúnebre de la reina Eleanor, en vez de perseguir sus negocios con la premura que las modernas condiciones de trabajo exigen o de regocijarse por la juvenil reina de su corazón? ¿O de otro que ante «The Monument» llorara la reducción a cenizas de su amada ciudad, que empero hace ya mucho tiempo que fue restaurada con mayor esplendor todavía? Ahora bien, los histéricos y los neuróticos todos se comportan como esos dos londinenses no prácticos. Y no es sólo que recuerden las dolorosas vivencias de un lejano pasado; todavía permanecen adheridos a ellas, no se libran del pasado y por él descuidan la realidad efectiva y el presente. Esta fijación de la vida anímica a los traumas patógenos es uno de los caracteres más importantes y de mayor sustantividad práctica de las neurosis.

Les concedo de buen grado la objeción que quizá formulan ustedes en este momento, considerando el historial clínico de la paciente de Breuer. En efecto, todos sus traumas provenían de la época en que cuidaba a su padre enfermo, y sus síntomas sólo pueden concebirse como unos signos recordatorios de su enfermedad y muerte. Por tanto, corresponden a un duelo, y no hay duda de que una fijación a la memoria del difunto tan poco tiempo después de su deceso no tiene nada de patológico, sino que más bien responde a un proceso de sentimiento normal. Yo se los concedo; la fijación a los traumas no es nada llamativo en el caso de la paciente de Breuer. Pero en otros, como el del tic tratado por mí, cuyos ocasionamientos se remontaban a más de quince y a diez años, el carácter de la adherencia anormal al pasado resulta muy nítido, y es probable que la paciente de Breuer lo habría desarrollado igualmente de no haber iniciado tratamiento catártico trascurrido un lapso tan breve desde la vivencia de los traumas y la génesis de los síntomas.

Hasta aquí sólo hemos elucidado el nexo de los síntomas histéricos con la biografía de los enfermos; en este punto, a partir de otros dos aspectos de la observación de Breuer podemos obtener una guía acerca del modo en que es preciso concebir el proceso de la contracción de la enfermedad y del restablecimiento.

En primer lugar, corresponde destacar que la enferma de Breuer, en casi todas las situaciones patógenas, debió sofocar una intensa excitación en vez de posibilitarle su decurso mediante los correspondientes signos de afecto, palabras y acciones. En la pequeña vivencia con el perro de su dama de compañía, sofocó, por miramiento hacía ella, toda exteriorización de su muy intenso asco; y mientras vigilaba Junto al lecho de su padre, tuvo el permanente cuidado de no dejar que el enfermo notara nada de su angustia y dolorosa desazón. Cuando después reprodujo ante el médico esas mismas escenas, el afecto entonces inhibido afloró con particular violencia, como si se hubiera reservado durante todo ese tiempo. Y en efecto: el síntoma que había quedado pendiente de esa escena cobraba su máxima intensidad a medida que uno se acercaba a su causación, para desaparecer tras la completa tramitación de esta última. Por otro lado, pudo hacerse la experiencia de que recordar la escena ante el médico no producía efecto alguno cuando por cualquier razón ello discurría sin desarrollo de afecto. Los destinos de estos afectos, que uno podía representarse como magnitudes desplazables, eran entonces lo decisivo tanto para la contracción de la enfermedad como para el restablecimiento. Así resultó forzoso suponer que aquella sobrevino porque los afectos desarrollados en las situaciones patógenas hallaron bloqueada una salida normal, y la esencia de su contracción consistía en que entonces esos afectos «estrangulados» eran sometidos a un empleo anormal. En parte persistían como unos lastres duraderos de la vida anímica y fuentes de constante excitación; en parte experimentaban una trasposición a inusuales inervaciones e inhibiciones corporales que se constituían como los síntomas corporales del caso. Para este último proceso hemos acuñado el nombre de conversión histérica. Lo corriente y normal es que una parte de nuestra excitación anímica sea guiada por el camino de la inervación corporal, y el resultado de ello es lo que conocemos como «expresión de las emociones». Ahora bien, la conversión histérica exagera esa parte del decurso de un proceso anímico investido de afecto; corresponde a una expresión mucho más intensa, guiada por nuevas vías, de la emoción. Cuando un cauce se divide en dos canales, se producirá la congestión de uno de ellos tan pronto como la corriente tropiece con un obstáculo en el otro.

Lo ven ustedes; estamos en vías de obtener una teoría puramente psicológica de la histeria, en la que adjudicamos el primer rango a los procesos afectivos.

Una segunda observación de Breuer nos fuerza ahora a conceder una significatividad considerable a los estados de conciencia entre los rasgos característicos del acontecer patológico. La enferma de Breuer mostraba múltiples condiciones anímicas (estados de ausencia, confusión y alteración del carácter) junto a su estado normal. En este último no sabía nada de aquellas escenas patógenas ni de su urdimbre con sus síntomas; había olvidado esas escenas, o en todo caso desgarrado la urdimbre patógena. Cuando se la ponía en estado de hipnosis, tras un considerable gasto de trabajo se lograba reevocar en su memoria esas escenas, y merced a este trabajo de recuerdo los síntomas eran cancelados. La interpretación de estos hechos habría provocado gran desconcierto si las experiencias y experimentos del hipnotismo no hubieran indicado ya el camino. El estudio de los fenómenos hipnóticos nos había familiarizado con la concepción, sorprendente al comienzo, de que en un mismo individuo son posibles varios agrupamientos anímicos que pueden mantener bastante independencia recíproca, «no saber nada» unos de otros, y atraer hacia sí alternativamente a la conciencia. En ocasiones se observan también casos espontáneos de esta índole, que se designan como de «double conscience» {«doble conciencia»}. Cuando, dada esa escisión de la personalidad, la conciencia permanece ligada de manera constante a uno de esos dos estados, se lo llama el estado anímico conciente, e inconciente al divorciado de él. En los consabidos fenómenos de la llamada "sugestión pos-hipnótica", en que una orden impartida durante la hipnosis se abre paso luego de manera imperiosa en el estado normal, se tiene un destacado arquetipo de los influjos que el estado conciente puede experimentar por obra del que para él es inconciente; y siguiendo este paradigma se logra ciertamente explicar las experiencias hechas en el caso de la histeria. Breuer se decidió por la hipótesis de que los síntomas histéricos nacían en unos particulares estados anímicos que él llamó hipnoides. Excitaciones que caen dentro de tales estados hipnoides devienen con facilidad patógenas porque ellos no ofrecen las condiciones para un decurso normal de los procesos excitatorios. De estos nace entonces un insólito producto: el síntoma, justamente; y este se eleva y penetra como un cuerpo extraño en el estado normal, al que le falta, en cambio, toda noticia sobre la situación patógena hipnoide. Donde existe un síntoma, se encuentra también una amnesia, una laguna del recuerdo; y el llenado de esa laguna conlleva la cancelación de las condiciones generadoras del síntoma.

Me temo que esta parte de mi exposición no les haya parecido muy trasparente. Pero consideren que se trata de novedosas y difíciles intuiciones, que quizá no puedan aclararse mucho más: prueba de que no hemos avanzado todavía un gran trecho en nuestro conocimiento. Por lo demás, la tesis de Breuer acerca de los estados hipnoides demostró ser estorbosa y superflua, y el actual psicoanálisis la ha abandonado. Les diré luego, siquiera indicativamente, qué influjos y procesos habrían de descubrirse tras esa divisoria de los estados hipnoides postulados por Breuer. Habrán recibido ustedes, sin duda, la justificada impresión de que las investigaciones de Breuer sólo pudieron ofrecerles una teoría harto incompleta y un esclarecimiento insatisfactorio de los fenómenos observados; pero las teorías no caen del cielo, y con mayor justificación todavía deberán ustedes desconfiar si alguien les ofrece ya desde el comienzo de sus observaciones una teoría redonda y sin lagunas. Es que esta última sólo podría ser hija de la especulación y no el fruto de una explotación de los hechos sin supuestos previos.