Cinco conferencias sobre psicoanálisis. (1910 [1909]).
I
Señoras y señores: Dictar conferencias en el Nuevo Mundo
ante un auditorio ávido de saber provoca en mí un novedoso y desconcertante
sentimiento. Parto del supuesto de que debo ese honor solamente al enlace de mi
nombre con el tema del psicoanálisis, y por eso me propongo hablarles de este
último. Intentaré proporcionarles en la más apretada síntesis un panorama
acerca de la historia, la génesis y el ulterior desarrollo de este nuevo método
de indagación y terapia.
Si constituye un mérito haber dado nacimiento al
psicoanálisis, ese mérito no es mío. (ver nota) Yo no participé en sus inicios.
Era un estudiante preocupado por pasar sus últimos exámenes cuando otro médico
de Viena, el doctor Josef Breuer, aplicó por primera vez ese procedimiento a
una muchacha afectada de histeria (desde 1880 hasta 1882). De ese historial
clínico y terapéutico nos ocuparemos; ahora. Lo hallarán expuesto con detalle
en Estudios sobre la histeria [1895], publicados luego por Breuer y por mí.
(ver nota)
Una sola observación antes de empezar: no sin satisfacción
me he enterado de que la mayoría de mis oyentes no pertenecen al gremio médico.
No tengan ustedes cuidado; no hace falta una particular formación previa en
medicina para seguir mi exposición. Es cierto que por un trecho avanzaremos
junto con los médicos, pero pronto nos separaremos para acompañar al doctor
Breuer en un peculiarísimo camino.
La paciente del doctor Breuer, una muchacha de veintiún
años, intelectualmente muy dotada, desarrolló en el trayecto de su enfermedad,
que se extendió por dos años, una serie de perturbaciones corporales y anímicas
merecedoras de tomarse con toda seriedad. Sufrió una parálisis con rigidez de
las dos extremidades del lado derecho, que permanecían insensibles, y a veces
esta misma afección en los miembros del lado izquierdo; perturbaciones en los
movimientos oculares y múltiples deficiencias en la visión, dificultades para
sostener la cabeza, una intensa tussis nervosa, asco frente a los alimentos y
en una ocasión, durante varias semanas, incapacidad para beber no obstante una
sed martirizadora; además, disminución de la capacidad de hablar, al punto de
no poder expresarse o no comprender su lengua materna, y, por último, estados de
ausencia, confusión, deliria, alteración de su personalidad toda, a los cuales
consagraremos luego nuestra atención.
Al tomar conocimiento ustedes de semejante cuadro
patológico, se inclinarán a suponer, aun sin ser médicos, que se trata de una
afección grave, probablemente cerebral, que ofrece pocas perspectivas de
restablecimiento y acaso lleve al temprano deceso de los aquejados por ella.
Admitan, sin embargo, esta enseñanza de los médicos: para toda una serie de
casos que presentan esas graves manifestaciones está justificada otra
concepción, mucho más favorable. Si ese cuadro clínico aparece en una joven en
quien una indagación objetiva demuestra que sus órganos internos vitales
(corazón, riñones) son normales, pero que ha experimentado violentas conmociones
del ánimo, y si en ciertos caracteres más finos los diversos síntomas se
apartan de lo que cabría esperar, los médicos no juzgarán muy grave el caso.
Afirmarán no estar frente a una afección orgánica del cerebro, sino ante ese
enigmático estado que desde los tiempos de la medicina griega recibe el nombre
de histeria y es capaz de simular toda una serie de graves cuadros. Por eso no
disciernen peligro mortal y consideran probable una recuperación -incluso
total- de la salud. No siempre es muy fácil distinguir una histeria de una
afección orgánica grave. Pero no necesitamos saber cómo se realiza un
diagnóstico diferencial de esta clase; bástenos la seguridad de que justamente
el caso de la paciente de Breuer era uno de esos en que ningún médico experto erraría
el diagnóstico de histeria. En este punto podemos traer, del informe clínico,
un complemento: ella contrajo su enfermedad mientras cuidaba a su padre,
tiernamente amado, de una grave dolencia que lo llevó a la tumba, y a raíz de
sus propios males debió dejar de prestarle esos auxilios.
Hasta aquí nos ha resultado ventajoso avanzar junto con los
médicos, pero pronto nos separaremos de ellos. En efecto, no esperen ustedes
que las perspectivas del tratamiento médico hayan de mejorar esencialmente para
el enfermo por el hecho de que se le diagnostique una histeria en lugar de una
grave afección cerebral orgánica. Frente a las enfermedades graves del
encéfalo, el arte médico es impotente en la mayoría de los casos, pero el
facultativo tampoco sabe obrar nada contra la afección histérica. Tiene que
dejar librados a la bondadosa naturaleza el momento y el modo en que se realice
su esperanzada prognosis. (ver nota)
Entonces, poco cambia para el enfermo al discernírsele la
histeria; es al médico a quien se le produce una gran variación. Podemos
observar que su actitud hacia el histérico difiere por completo de la que
adopta frente al enfermo crónico. No quiere dispensar al primero el mismo grado
de interés que al segundo, pues su dolencia es mucho menos seria, aunque
parezca reclamar que se la considere igualmente grave. Pero no es este el único
motivo. El médico, que en sus estudios ha aprendido tantas cosas arcanas para
el lego, ha podido formarse de las causas y alteraciones patológicas (p. ej.,
las sobrevenidas en el encéfalo de una persona afectada de apoplejía o
neoplasia) unas representaciones que sin duda son certeras hasta cierto grado,
puesto que le permiten entender los detalles del cuadro clínico. Ahora bien,
todo su saber, su previa formación patológica y anátomo-fisíológica, lo
desasiste al enfrentar las singularidades de los fenómenos histéricos. No puede
comprender la histeria, ante la cual se encuentra en la misma situación que el
lego. He ahí algo bien ingrato para quien tanto se precia de su saber en otros
terrenos. Por eso los histéricos pierden su simpatía; los considera como unas
personas que infringen las leyes de su ciencia, tal como miran los ortodoxos a
los heréticos; les atribuye toda la malignidad posible, los acusa de
exageración y deliberado engaño, simulación, y los castiga quitándoles su
interés.
Pues bien; el doctor Breuer no incurrió en esta falta con su
paciente: le brindó su simpatía e interés, aunque al comienzo no sabía cómo
asistirla. Es probable que se lo facilitaran las notables cualidades
espirituales y de carácter de ella, de las que da testimonio en el historial
clínico que redactó. Su amorosa observación pronto descubrió el camino que le
posibilitaría el primer auxilio terapéutico.
Se había notado que en sus estados de ausencia, de
alteración psíquica con confusión, la enferma solía murmurar entre sí algunas
palabras que parecían provenir de unos nexos en que se ocupase su pensamiento.
Entonces el médico, que se hizo informar acerca de esas palabras, la ponía en
una suerte de hipnosis y en cada ocasión se las repetía a fin de moverla a que
las retornase. Así comenzaba a hacerlo la enferma, y de ese modo reproducía
ante el médico las creaciones psíquicas que la gobernaban durante las ausencias
y se habían traslucido en esas pocas palabras inconexas. Eran fantasías
tristísimas, a menudo de poética hermosura -sueños diurnos, diríamos nosotros-,
que por lo común tomaban como punto de partida la situación de una muchacha
ante el lecho de enfermo de su padre. Toda vez que contaba cierto número de
esas fantasías, quedaba como liberada y se veía reconducida a la vida anímica
normal. Ese bienestar, que duraba varías horas, daba paso al siguiente día a
una nueva ausencia, vuelta a cancelar de igual modo mediante la enunciación de las
fantasías recién formadas. No era posible sustraerse a la impresión de que* la
alteración psíquica exteriorizada en las ausencias era resultado del estímulo
procedente de estas formaciones de fantasía, plenas de afecto en grado sumo. La
paciente misma ' que en la época de su enfermedad, asombrosamente, sólo hablaba
y comprendía el inglés, bautizó a este novedoso tratamiento como «talking cure»
{«cura de conversación»} o lo definía en broma como «chimney-sweeping»
{«limpieza de chimenea»}.
Pronto se descubrió como por azar que mediante ese
deshollinamiento del alma podía obtenerse algo más que una eliminación pasajera
de perturbaciones anímicas siempre recurrentes. También se conseguía hacer
desaparecer los síntomas patológicos cuando en la hipnosis se recordaba, con
exteriorización de afectos, la ocasión y el asunto a raíz del cual esos
síntomas se habían presentado por primera vez. «En el verano hubo un período de
intenso calor, y la paciente sufrió mucha sed; entonces, y sin que pudiera
indicar razón alguna, de pronto se le volvió imposible beber. Tomaba en su mano
el ansiado vaso de agua, pero tan pronto lo tocaban sus labios, lo arrojaba de
sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente que durante esos segundos caía
en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de frutas, melones, etc., que le
mitigaban su sed martirizadora. Cuando esta situación llevaba ya unas seis
semanas, se puso a razonar en estado de hipnosis acerca de su dama de compañía
inglesa, a quien no amaba, y refirió entonces con todos los signos de la
repugnancia cómo había ido a su habitación, y ahí vio a su perrito, ese
asqueroso animal, beber de un vaso. Ella no dijo nada pues quería ser cortés.
Tras dar todavía enérgica expresión a ese enojo que se le había quedado
atascado, pidió de beber, tomó sin inhibición una gran cantidad de agua y
despertó de la hipnosis con el vaso en los labios. Con ello la perturbación
desaparecía para siempre». (ver nota)
Permítanme detenerme un momento en esta experiencia. Hasta
entonces nadie había eliminado un síntoma histérico por esa vía, ni penetrado
tan hondo en la inteligencia de su causación. No podía menos que constituir un
descubrimiento de los más vastos alcances si se corroboraba la expectativa de
que también otros síntomas, y acaso la mayoría, nacían de ese modo en los
enfermos e igualmente se los podía cancelar. Breuer no ahorró esfuerzos para
convencerse de ello, y pasó a investigar de manera planificada la patogénesis
de los otros síntomas, más graves. Y así era, efectivamente; casi todos los síntomas
habían nacido como unos restos, como unos precipitados si ustedes quieren, de
vivencias plenas de afecto a las que por eso hemos llamado después. «traumas
psíquicos»; y su particularidad se esclarecía por la referencia a la escena
traumática que los causó. Para decirlo con un tecnicismo, eran determinados
{determinieren} por las escenas cuyos restos mnémicos ellos figuraban, y ya no
se debía describirlos como unas operaciones arbitrarias o enigmáticas de la
neurosis. Anotemos sólo una desviación respecto de aquella expectativa. La que
dejaba como secuela al síntoma no siempre era una vivencia única; las más de
las veces habían concurrido a ese efecto repetidos y numerosos traumas, a
menudo muchísimos de un mismo tipo. Toda esta cadena de recuerdos patógenos
debía ser reproducida luego en su secuencia cronológica, y por cierto en
sentido inverso: los últimos primero, y los primeros en último lugar; era de
todo punto imposible avanzar hasta el primer trauma, que solía ser el más
eficaz, saltando los sobrevenidos después.
Querrán ustedes, sin duda, que les comunique otros ejemplos
de causación de síntomas histéricos, además de esta aversión al agua por asco
al perro que bebió del vaso. Empero, si deseo cumplir mi programa, debo
limitarme a muy pocas muestras. Así, Breuer refiere que las perturbaciones en
la visión de la enferma se reconducían a ocasiones «de este tipo: la paciente
estaba sentada, con lágrimas en los ojos, junto al lecho de enfermo de su
padre, cuando este le preguntó de pronto qué hora era; ella no veía claro, hizo
un esfuerzo, acercó el reloj a sus ojos y entonces la esfera se le apareció muy
grande (macropsia y strabismus convergens); o bien se esforzó por sofocar las
lágrimas para que el padre no las viera». Por otra parte, todas las impresiones
patógenas venían de la época en que participó en el cuidado de su padre
enfermo. «Cierta vez hacía vigilancia nocturna con gran angustia por el
enfermo, que padecía alta fiebre, y en estado de tensión porque se esperaba a
un cirujano de Viena que practicaría la operación. La madre se había alejado
por un rato, y Anna estaba sentada junto al lecho del enfermo, con el brazo
derecho sobre el respaldo de la silla. Cayó en un estado de sueño despierto y
vio cómo desde la pared una serpiente negra se acercaba al enfermo para
morderlo. (Es muy probable que en el prado que se extendía detrás de la casa
aparecieran de hecho algunas serpientes y ya antes hubieran provocado terror a
la muchacha, proporcionando ahora el material de la alucinación.) Quiso espantar
al animal pero estaba como paralizada; el brazo derecho, pendiente sobre el
respaldo, se le había «dormido», volviéndosele anestésico y parético, y cuando
lo observó los dedos se mudaron en pequeñas serpientes rematadas en calaveras
(las uñas). Probablemente hizo intentos por ahuyentar a la serpiente con la
mano derecha paralizada, y por esa vía su anestesia y parálisis entró en
asociación con la alucinación de la serpiente. Cuando esta hubo desaparecido,
quiso en su angustia rezar, pero se le denegó toda lengua, no pudo hablar en
ninguna, hasta que por fin dio con un verso infantil en inglés y entonces pudo
seguir pensando y orar en esa lengua». Al recordar esta escena en la hipnosis,
quedó eliminada también la parálisis rígida del brazo derecho, que persistía
desde el comienzo de la enfermedad, llegando así a su fin el tratamiento.
Cuando años después yo empecé a aplicar el método de
indagación y tratamiento de Breuer a mis propios pacientes, hice experiencias
que coincidían en un todo con las de él. Una dama de unos cuarenta años sufría
de un tic, un curioso ruido semejante a un chasquido que ella producía a raíz
de cualquier emoción y aun sin ocasión visible. Tenía su origen en dos
vivencias cuyo rasgo común era que ella se había propuesto no hacer ruido
alguno, a pesar de lo cual, por una suerte de voluntad contraria, rompió el
silencio justamente con aquel chasquido: una vez, cuando al fin había
conseguido hacer dormir con gran trabajo a su hija enferma y se dijo que ahora
tenía que guardar un silencio absoluto para no despertarla, y la otra, cuando
durante un viaje en coche con sus dos hijas los caballos se espantaron con la
tormenta, y ella pretendió evitar cuidadosamente todo ruido para que los
animales no se asustaran todavía más. Les doy este ejemplo entre muchos otros
consignados en Estudios sobre la histeria. (ver nota)
Señoras y señores: Si me permiten ustedes la generalización
que es inevitable aun tras una exposición tan abreviada, podemos verter en esta
fórmula el conocimiento adquirido hasta ahora: Nuestros enfermos de histeria
padecen de reminiscencias. Sus síntomas son restos y símbolos mnémicos de
ciertas vivencias (traumáticas). Una comparación con otros símbolos, mnémicos
de campos diversos acaso nos lleve a comprender con mayor profundidad este
simbolismo. También los monumentos con que adornamos nuestras grandes ciudades
son unos tales símbolos mnémicos. Si ustedes van de paseo por Londres,
hallarán, frente a una de las mayores estaciones ferroviarias de la ciudad, una
columna gótica ricamente guarnecida, la Charing Cross. En el siglo xiii, uno de
los antiguos reyes de la casa de Plantagenet hizo conducir a Westminstet los
despojos de su amada reina Eleanor y erigió cruces góticas en cada una de las
estaciones donde el sarcófago se depositó en tierra; Charing Cross es el último
de los monumentos destinados a conservar el recuerdo de este itinerario
doliente. (ver nota) En otro lugar de la ciudad, no lejos del London Bridge,
descubrirán una columna más moderna, eminente, que en aras de la brevedad es
llamada «The Monument». Perpetúa la memoria del incendio que en 1666 estalló en
las cercanías y destruyó gran parte de la ciudad. Estos monumentos son, pues,
símbolos mnémicos como los síntomas histéricos; hasta este punto parece
justificada la comparación. Pero, ¿qué dirían ustedes de un londinense que
todavía hoy permaneciera desolado ante el monumento recordatorio del itinerario
fúnebre de la reina Eleanor, en vez de perseguir sus negocios con la premura
que las modernas condiciones de trabajo exigen o de regocijarse por la juvenil
reina de su corazón? ¿O de otro que ante «The Monument» llorara la reducción a
cenizas de su amada ciudad, que empero hace ya mucho tiempo que fue restaurada
con mayor esplendor todavía? Ahora bien, los histéricos y los neuróticos todos
se comportan como esos dos londinenses no prácticos. Y no es sólo que recuerden
las dolorosas vivencias de un lejano pasado; todavía permanecen adheridos a
ellas, no se libran del pasado y por él descuidan la realidad efectiva y el presente.
Esta fijación de la vida anímica a los traumas patógenos es uno de los
caracteres más importantes y de mayor sustantividad práctica de las neurosis.
Les concedo de buen grado la objeción que quizá formulan
ustedes en este momento, considerando el historial clínico de la paciente de
Breuer. En efecto, todos sus traumas provenían de la época en que cuidaba a su
padre enfermo, y sus síntomas sólo pueden concebirse como unos signos
recordatorios de su enfermedad y muerte. Por tanto, corresponden a un duelo, y
no hay duda de que una fijación a la memoria del difunto tan poco tiempo
después de su deceso no tiene nada de patológico, sino que más bien responde a
un proceso de sentimiento normal. Yo se los concedo; la fijación a los traumas
no es nada llamativo en el caso de la paciente de Breuer. Pero en otros, como
el del tic tratado por mí, cuyos ocasionamientos se remontaban a más de quince
y a diez años, el carácter de la adherencia anormal al pasado resulta muy
nítido, y es probable que la paciente de Breuer lo habría desarrollado
igualmente de no haber iniciado tratamiento catártico trascurrido un lapso tan
breve desde la vivencia de los traumas y la génesis de los síntomas.
Hasta aquí sólo hemos elucidado el nexo de los síntomas
histéricos con la biografía de los enfermos; en este punto, a partir de otros
dos aspectos de la observación de Breuer podemos obtener una guía acerca del
modo en que es preciso concebir el proceso de la contracción de la enfermedad y
del restablecimiento.
En primer lugar, corresponde destacar que la enferma de
Breuer, en casi todas las situaciones patógenas, debió sofocar una intensa
excitación en vez de posibilitarle su decurso mediante los correspondientes
signos de afecto, palabras y acciones. En la pequeña vivencia con el perro de
su dama de compañía, sofocó, por miramiento hacía ella, toda exteriorización de
su muy intenso asco; y mientras vigilaba Junto al lecho de su padre, tuvo el
permanente cuidado de no dejar que el enfermo notara nada de su angustia y
dolorosa desazón. Cuando después reprodujo ante el médico esas mismas escenas,
el afecto entonces inhibido afloró con particular violencia, como si se hubiera
reservado durante todo ese tiempo. Y en efecto: el síntoma que había quedado
pendiente de esa escena cobraba su máxima intensidad a medida que uno se
acercaba a su causación, para desaparecer tras la completa tramitación de esta
última. Por otro lado, pudo hacerse la experiencia de que recordar la escena
ante el médico no producía efecto alguno cuando por cualquier razón ello
discurría sin desarrollo de afecto. Los destinos de estos afectos, que uno
podía representarse como magnitudes desplazables, eran entonces lo decisivo
tanto para la contracción de la enfermedad como para el restablecimiento. Así
resultó forzoso suponer que aquella sobrevino porque los afectos desarrollados
en las situaciones patógenas hallaron bloqueada una salida normal, y la esencia
de su contracción consistía en que entonces esos afectos «estrangulados» eran
sometidos a un empleo anormal. En parte persistían como unos lastres duraderos
de la vida anímica y fuentes de constante excitación; en parte experimentaban
una trasposición a inusuales inervaciones e inhibiciones corporales que se
constituían como los síntomas corporales del caso. Para este último proceso
hemos acuñado el nombre de conversión histérica. Lo corriente y normal es que
una parte de nuestra excitación anímica sea guiada por el camino de la
inervación corporal, y el resultado de ello es lo que conocemos como «expresión
de las emociones». Ahora bien, la conversión histérica exagera esa parte del
decurso de un proceso anímico investido de afecto; corresponde a una expresión
mucho más intensa, guiada por nuevas vías, de la emoción. Cuando un cauce se
divide en dos canales, se producirá la congestión de uno de ellos tan pronto
como la corriente tropiece con un obstáculo en el otro.
Lo ven ustedes; estamos en vías de obtener una teoría
puramente psicológica de la histeria, en la que adjudicamos el primer rango a
los procesos afectivos.
Una segunda observación de Breuer nos fuerza ahora a
conceder una significatividad considerable a los estados de conciencia entre
los rasgos característicos del acontecer patológico. La enferma de Breuer
mostraba múltiples condiciones anímicas (estados de ausencia, confusión y
alteración del carácter) junto a su estado normal. En este último no sabía nada
de aquellas escenas patógenas ni de su urdimbre con sus síntomas; había
olvidado esas escenas, o en todo caso desgarrado la urdimbre patógena. Cuando se
la ponía en estado de hipnosis, tras un considerable gasto de trabajo se
lograba reevocar en su memoria esas escenas, y merced a este trabajo de
recuerdo los síntomas eran cancelados. La interpretación de estos hechos habría
provocado gran desconcierto si las experiencias y experimentos del hipnotismo
no hubieran indicado ya el camino. El estudio de los fenómenos hipnóticos nos
había familiarizado con la concepción, sorprendente al comienzo, de que en un
mismo individuo son posibles varios agrupamientos anímicos que pueden mantener
bastante independencia recíproca, «no saber nada» unos de otros, y atraer hacia
sí alternativamente a la conciencia. En ocasiones se observan también casos
espontáneos de esta índole, que se designan como de «double conscience» {«doble
conciencia»}. Cuando, dada esa escisión de la personalidad, la conciencia
permanece ligada de manera constante a uno de esos dos estados, se lo llama el
estado anímico conciente, e inconciente al divorciado de él. En los consabidos
fenómenos de la llamada "sugestión pos-hipnótica", en que una orden
impartida durante la hipnosis se abre paso luego de manera imperiosa en el
estado normal, se tiene un destacado arquetipo de los influjos que el estado
conciente puede experimentar por obra del que para él es inconciente; y
siguiendo este paradigma se logra ciertamente explicar las experiencias hechas
en el caso de la histeria. Breuer se decidió por la hipótesis de que los
síntomas histéricos nacían en unos particulares estados anímicos que él llamó
hipnoides. Excitaciones que caen dentro de tales estados hipnoides devienen con
facilidad patógenas porque ellos no ofrecen las condiciones para un decurso
normal de los procesos excitatorios. De estos nace entonces un insólito
producto: el síntoma, justamente; y este se eleva y penetra como un cuerpo
extraño en el estado normal, al que le falta, en cambio, toda noticia sobre la
situación patógena hipnoide. Donde existe un síntoma, se encuentra también una
amnesia, una laguna del recuerdo; y el llenado de esa laguna conlleva la
cancelación de las condiciones generadoras del síntoma.
Me temo que esta parte de mi exposición no les haya parecido
muy trasparente. Pero consideren que se trata de novedosas y difíciles
intuiciones, que quizá no puedan aclararse mucho más: prueba de que no hemos
avanzado todavía un gran trecho en nuestro conocimiento. Por lo demás, la tesis
de Breuer acerca de los estados hipnoides demostró ser estorbosa y superflua, y
el actual psicoanálisis la ha abandonado. Les diré luego, siquiera indicativamente,
qué influjos y procesos habrían de descubrirse tras esa divisoria de los
estados hipnoides postulados por Breuer. Habrán recibido ustedes, sin duda, la
justificada impresión de que las investigaciones de Breuer sólo pudieron
ofrecerles una teoría harto incompleta y un esclarecimiento insatisfactorio de
los fenómenos observados; pero las teorías no caen del cielo, y con mayor
justificación todavía deberán ustedes desconfiar si alguien les ofrece ya desde
el comienzo de sus observaciones una teoría redonda y sin lagunas. Es que esta
última sólo podría ser hija de la especulación y no el fruto de una explotación
de los hechos sin supuestos previos.
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