II
Señoras y señores: Más o menos por la misma época en que
Breuer ejercía con su paciente la «talking cure», el maestro Charcot había
iniciado en París aquellas indagaciones sobre las histéricas de la Salpétriere
que darían por resultado una comprensión novedosa de la enfermedad. Era
imposible que esas conclusiones ya se conocieran por entonces en Viena. Pero
cuando una década más tarde Breuer y yo publicamos la comunicación preliminar
sobre el mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos [1893a], que tomaba
como punto de partida el tratamiento catártico de la primera paciente de
Breuer, nos encontrábamos enteramente bajo el sortilegio de las investigaciones
de Charcot. Equiparamos las vivencias patógenas de nuestros enfermos, en
calidad de traumas psíquicos, a aquellos traumas corporales cuyo influjo sobre
parálisis histéricas Charcot había establecido; y la tesis de Breuer sobre los
estados hipnoides no es en verdad sino un reflejo del hecho de que Charcot
hubiera reproducido artificialmente en la hipnosis aquellas parálisis
traumáticas.
El gran observador francés, de quien fui discípulo entre 1885
y 1886, no se inclinaba a las concepciones psicológicas; sólo su discípulo
Pierre Janet intentó penetrar con mayor profundidad en los particulares
procesos psíquicos de la histeria, y nosotros seguimos su ejemplo cuando
situamos la escisión anímica y la fragmentación de la personalidad en el centro
de nuestra concepción. Hallan ustedes en Janet una teoría de la histeria que
toma en cuenta las doctrinas prevalecientes en Francia acerca del papel de la
herencia y de la degeneración. Según él, la histeria es una forma de la
alteración degenerativa del sistema nervioso que se da a conocer mediante una
endeblez innata de la síntesis psíquica. Sostiene que los enfermos de histeria
son desde el comienzo incapaces de cohesionar en una unidad la diversidad de los
procesos anímicos, y por eso se inclinan a la disociación anímica. Si me
permiten ustedes un símil trivial, pero nítido, la histérica de Janet recuerda
a una débil señora que ha salido de compras y vuelve a casa cargada con una
montaña de cajas y paquetes. Sus dos brazos y los diez dedos de las manos no le
bastan para dominar todo el cúmulo y entonces se le cae primero un paquete. Se
agacha para recogerlo, y ahora es otro el que se le escapa, etc. No armoniza
bien con esa supuesta endeblez anímica de las histéricas el hecho de que entre
ellas puede observarse, ¡unto a los fenómenos de un rendimiento disminuido,
también ejemplos de un incremento parcial de su productividad, como a modo de
un resarcimiento. En la época en que la paciente de Breuer había olvidado su
lengua materna y todas las otras salvo el inglés, su dominio de esta última
llegó a tanto que era capaz, si se le presentaba un libro escrito en alemán, de
producir de primer intentó una traducción intachable y fluida al inglés leyendo
en voz alta.
Cuando luego me apliqué a continuar por mi cuenta las
indagaciones iniciadas por Breuer, pronto llegué a otro punto de vista acerca
de la génesis de la disociación histérica (escisión de conciencia). Semejante
divergencia, decisiva para todo lo que había de seguir, era forzoso que se
produjese, pues yo no partía, como Janet, de experimentos de laboratorio, sino
de empeños terapéuticos.
Sobre todo me animaba la necesidad práctica. El tratamiento
catártico, como lo había ejercitado Breuer, implicaba poner al enfermo en
estado de hipnosis profunda, pues sólo en el estado hipnótico hallaba este la
noticia ¿le aquellos nexos patógenos, noticia que le faltaba en su estado
normal. Ahora bien, la hipnosis pronto empezó a desagradarme, como un recurso
tornadizo y por así decir místico; y cuando hice la experiencia de que a pesar
de todos mis empeños sólo conseguía poner en el estado hipnótico a una fracción
de mis enfermos, me resolví a resignar la hipnosis e independizar de ella al
tratamiento catártico. Puesto que no podía alterar a voluntad el estado
psíquico de la mayoría de mis pacientes, me orienté a trabajar con su estado
normal. Es cierto que al comienzo esto parecía una empresa sin sentido ni
perspectivas. Se planteaba la tarea de averiguar del enfermo algo que uno no
sabía y que ni él mismo sabía; ¿cómo podía esperarse averiguarlo no obstante?
Entonces acudió en mi auxilio el recuerdo de un experimento muy asombroso e
instructivo que yo había presenciado junto a Bernheim en Nancy [en 1889].
Bernheim nos demostró por entonces que las personas a quienes él había puesto
en sonambulismo hipnótico, haciéndoles vivenciar en ese estado toda clase de
cosas, sólo en apariencia habían perdido el recuerdo de lo que vivenciaron
sonámbulas y era posible despertarles tales recuerdos aun en el estado normal.
Cuando les inquiría por sus vivencias sonámbulas, al comienzo aseveraban por
cierto no saber nada; pero si él no desistía, si las esforzaba, si les
aseguraba que empero lo sabían, en todos los casos volvían a acudirles esos
recuerdos olvidados.
Fue lo que hice también yo con mis pacientes. Cuando había
llegado con ellos a un punto en que aseveraban no saber nada más, les aseguraba
que empero lo sabían, que sólo debían decirlo, y me atrevía a sostenerles que
el recuerdo justo sería el que les acudiese en el momento en que yo les pusiese
mi mano sobre su frente. De esa manera conseguía, sin emplear la hipnosis,
averiguar. de los enfermos todo lo requerido para restablecer el nexo entre las
escenas patógenas olvidadas y los síntomas que estas habían dejado como
secuela. Pero era un procedimiento trabajoso, agotador a la larga, que no podía
ser el apropiado para una técnica definitiva.
Mas no lo abandoné sin extraer de las percepciones que él
procuraba las conclusiones decisivas. Así, pues, yo había corroborado que los
recuerdos olvidados no estaban perdidos. Se encontraban en posesión del enfermo
y prontos a aflorar en asociación con lo todavía sabido por él, pero alguna
fuerza les impedía devenir concientes y los constreñía a permanecer
inconcientes. Era posible suponer con certeza la existencia de esa fuerza, pues
uno registraba un esfuerzo {Anstrengung} correspondiente a ella cuando se
empeñaba, oponiéndosele, en introducir los recuerdos inconcientes en la
conciencia del enfermo. Uno sentía como resistencia del enfermo esa fuerza que
mantenía en pie al estado patológico.
Ahora bien, sobre esa idea de la resistencia he fundado mi
concepción de los procesos psíquicos de la histeria. Cancelar esas resistencias
se había demostrado necesario para el restablecimiento; y ahora, a partir del
mecanismo de la curación, uno podía formarse representaciones muy precisas
acerca de lo acontecido al contraerse la enfermedad. Las mismas fuerzas que
hoy, como resistencia, se oponían al empeño de hacer conciente lo olvidado
tenían que ser las que en su momento produjeron ese olvido y esforzaron
{drängen} afuera de la conciencia las vivencias patógenas en cuestión. Llamé
represión {esfuerzo de desalojo} a este proceso por mí supuesto, y lo consideré
probado por la indiscutible existencia de la resistencia.
Desde luego, cabía preguntarse cuáles eran esas fuerzas y
cuáles las condiciones de la represión en la que ahora discerníamos el
mecanismo patógeno de la histeria. Una indagación comparativa de las
situaciones patógenas de que se había tenido noticia mediante el tratamiento
catártico permitía ofrecer una respuesta. En todas esas vivencias -había estado
en juego el afloramiento de una moción de deseo que se encontraba en aguda
oposición a los demás deseos del individuo, probando ser inconciliable con las
exigencias éticas y estéticas de la personalidad. Había sobrevenido un breve
conflicto, y el final de esta lucha interna fue que la representación que
aparecía ante la conciencia como la portadora de aquel deseo inconciliable
sucumbió a la represión {esfuerzo de desalojo} y fue olvidada. y esforzada
afuera de la conciencia junto con los recuerdos relativos a ella. Entonces, la
inconciliabilidad de esa representación con el yo del enfermo era el motivo
{Motiv, «la fuerza impulsora»} de la represión; y las fuerzas represoras eran
los reclamos éticos, y otros, del individuo. La aceptación de la moción de
deseo inconciliable, o la persistencia del conflicto, habrían provocado un alto
grado de displacer; este displacer era ahorrado por la represión, que de esa
manera probaba ser uno de los dispositivos protectores de la personalidad
anímica.
Les referiré, entre muchos, uno solo de mis casos, en el que
se disciernen con bastante nitidez tanto las condiciones como la utilidad de la
represión. Por cierto que para mis fines me veré obligado a abreviar este
historial clínico, dejando de lado importantes premisas de él. Una joven que
poco tiempo antes había perdido a su amado padre, de cuyo cuidado fue partícipe
-situación análoga a la de la paciente de Breuer-, sintió, al casarse su
hermana mayor, una particular simpatía hacia su cuñado, que fácilmente pudo
enmascararse como una ternura natural entre parientes. Esta hermana pronto cayó
enferma y murió cuando la paciente se encontraba ausente junto con su madre.
Las ausentes fueron llamadas con urgencia sin que se les proporcionase noticia
cierta del doloroso suceso, Cuando la muchacha hubo llegado ante el lecho de su
hermana muerta, por un breve instante afloró en ella una idea que podía
expresarse aproximadamente en estas palabras: «Ahora él está libre y puede
casarse conmigo». Estamos autorizados a dar por cierto que esa idea, delatora
de su intenso amor por el cuñado, y no conciente para ella misma, fue entregada
de inmediato a la represión por la revuelta de sus sentimientos. La muchacha
contrajo graves síntomas histéricos y cuando yo la tomé bajo tratamiento
resultó que había olvidado por completo la escena junto al lecho de su hermana,
así como la moción odiosa y egoísta que emergiera en ella. La recordó en el
tratamiento, reprodujo el factor patógeno en medio de los indicios de la más
violenta emoción, y sanó así.
Acaso me sea lícito ilustrarles el proceso de la represión y
su necesario nexo con la resistencia mediante un grosero símil que tomaré,
justamente, de la situación en que ahora nos encontramos. Supongan que aquí,
dentro de esta sala y entre este auditorio cuya calma y atención ejemplares yo
no sabría alabar bastante, se encontrara empero un individuo revoltoso que me
distrajera de mi tarea con sus impertinentes risas, charla, golpeteo con los
pies. Y que yo declarara que así no puedo proseguir la conferencia, tras lo
cual se levantaran algunos hombres vigorosos entre ustedes y tras breve lucha pusieran
al barullero en la puerta. Ahora él está «desalojado» (reprimido} y yo puedo
continuar mi exposición. Ahora bien, para que la perturbación no se repita si
el expulsado intenta volver a ingresar en la sala, los señores que ejecutaron
mi voluntad colocan sus sillas contra la puerta y así se establecen como una
«resistencia» tras un esfuerzo de desalojo (represión} consumado. Si ustedes
trasfieren las dos localidades a lo psíquico como lo «conciente» y lo
«inconciente», obtendrán una imagen bastante buena del proceso de la represión.
Ahora ven ustedes en qué radica la diferencia entre nuestra
concepción y la de Janet. No derivamos la escisión psíquica de una
insuficiencia innata que el aparato anímico tuviera para la síntesis, sino que
la explicamos dinámicamente por el conflicto de fuerzas anímicas en lucha,
discernimos en ella el resultado de una renuencia activa de cada uno de los dos
agrupamientos psíquicos respecto del otro, Ahora bien, nuestra concepción
engendra un gran número de nuevas cuestiones. La situación del conflicto
psíquico es sin duda frecuentísima; un afán del yo por defenderse de recuerdos
penosos se observa con total regularidad, y ello sin que el resultado sea una
escisión anímica. Uno no puede rechazar la idea de que hacen falta todavía
otras condiciones para que el conflicto tenga por consecuencia la disociación.
También les concedo que con la hipótesis de la represión no nos encontramos al
final, sino sólo al comienzo, de una teoría psicológica, pero no tenemos otra
alternativa que avanzar paso a paso y confiar a un trabajo progresivo en
anchura y profundidad la obtención de un conocimiento acabado.
Desistan, por otra parte, del intento de situar el caso de
la paciente de Breuer bajo los puntos de vista de la represión. Ese historial
clínico no se presta a ello porque se lo obtuvo con el auxilio del influjo
hipnótico. Sólo si ustedes desechan la hipnosis pueden notar las resistencias y
represiones y formarse una representación certera del proceso patógeno
efectivo. La hipnosis encubre a la resistencia; vuelve expedito un cierto
ámbito anímico, pero en cambio acumula la resistencia en las fronteras de ese
ámbito al modo de una muralla que vuelve inaccesible todo lo demás.
Lo más valioso que aprendimos de la observación de Breuer
fueron las noticias acerca de los nexos entre los síntomas y las vivencias
patógenas o traumas psíquicos, y ahora no podemos omitir el apreciar esas
intelecciones desde el punto de vista de la doctrina de la represión. Al
comienzo no se ve bien cómo desde la represión puede llegarse a la formación de
síntoma. En lugar de proporcionar una compleja deducción teórica, retomaré en
este punto la imagen que antes usamos para ilustrar la represión {esfuerzo de
desalojo}. Consideren que con el distanciamiento del miembro perturbador y la
colocación de los guardianes ante la puerta el asunto no necesariamente queda
resuelto. Muy bien puede suceder que el expulsado, ahora enconado y despojado
de todo miramiento, siga dándonos qué hacer. Es verdad que ya no está entre nosotros;
nos hemos librado de su presencia, de su risa irónica, de sus observaciones a
media voz, pero en cierto sentido el esfuerzo de desalojo no ha tenido éxito,
pues ahora da ahí afuera un espectáculo insoportable, y sus gritos y los golpes
de puño que aplica contra la puerta estorban mi conferencia más que antes su
impertinente conducta. En tales circunstancias no podríamos menos que
alegrarnos si, por ejemplo, nuestro estimado presidente, el doctor Stanley
Hall, quisiera asumir el papel de mediador y apaciguador. Hablaría con el
miembro revoltoso ahí afuera y acudiría a nosotros con la exhortación de que lo
dejáramos reingresar, ofreciéndose él como garante de su buen comportamiento.
Obedeciendo a la autoridad del doctor Hall, nos decidimos entonces a cancelar
de nuevo el desalojo, y así vuelven a reinar la calma y la paz. En realidad, no
es esta una figuración inadecuada de la tarea que compete al médico en la
terapia psicoanalítica de las neurosis.
Para decirlo ahora más directamente: mediante la indagación
de los histéricos y otros neuróticos llegamos a convencernos de que en ellos ha
fracasado la represión de la idea entramada con el deseo insoportable. Es
cierto que la han pulsionado afuera de la conciencia y del recuerdo,
ahorrándose en apariencia una gran suma de displacer, pero la moción de deseo
reprimida perdura en lo inconciente, al acecho de la oportunidad de ser
activada; y luego se las arregla para enviar dentro de la conciencia una
formación sustitutiva, desfigurada y vuelta irreconocible, de lo reprimido, a
la que pronto se anudan las mismas sensaciones de displacer que uno creyó
ahorrarse mediante la represión. Esa formación sustitutiva de la idea reprimida
-el síntoma- es inmune a los ataques del yo defensor, y en vez de un breve
conflicto surge ahora un padecer sin término en el tiempo. En el síntoma cabe
comprobar, junto a los indicios de la desfiguración, un resto de semejanza,
procurada de alguna manera, con la idea originariamente reprimida; los caminos
por los cuales se consumó la formación sustitutiva pueden descubrirse en el
curso del tratamiento psicoanalítico del enfermo, y para su restablecimiento es
necesario que el síntoma sea trasportado de nuevo por esos mismos caminos hasta
la idea reprimida. Si lo reprimido es devuelto a la actividad anímica
conciente, lo cual presupone la superación de considerables resistencias, el
conflicto psíquico así generado y que el enfermo quiso evitar puede hallar, con
la guía del médico, un desenlace mejor que el que le procuró la represión. De
tales tramitaciones adecuadas al fin, que llevan conflicto y neurosis a un
feliz término, las hay varias, y en algunos casos es posible alcanzarlas
combinadas entre sí. La personalidad del enfermo puede ser convencida de que
rechazó el deseo patógeno sin razón y movida a aceptarlo total o parcialmente,
o este mismo deseo ser guiado hacia una meta superior y por eso exenta de
objeción (lo que se llama su sublimación), o bien admitirse que su
desestimación es justa, pero sustituirse el mecanismo automático y por eso
deficiente de la represión por un juicio adverso {Verurteilung) con ayuda de
las supremas operaciones espirituales del ser humano; así se logra su gobierno
conciente.
Discúlpenme ustedes si no he logrado exponerles de una
manera claramente aprehensible estos puntos capitales del método de tratamiento
ahora llamado psicoanálisis. Las dificultades no se deben sólo a la novedad del
asunto. Sobre la índole de los deseos inconciliables que a pesar de la
represión saben hacerse oír desde lo inconciente, y sobre las condiciones
subjetivas o constitucionales que deben darse en cierta persona para que se
produzca ese fracaso de la represión y una formación sustitutiva o de síntoma,
daremos noticia luego, con algunas puntualizaciones.
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