III
Señoras y señores: No siempre es fácil decir la verdad, en
particular cuando uno se ve obligado a ser breve; así, hoy me veo precisado a
corregir una inexactitud que formulé en mi anterior conferencia. Les dije que
si renunciando a la hipnosis yo esforzaba a mis enfermos a comunicarme lo que
se les ocurriera sobre el problema que acabábamos de tratar -puesto que ellos
de hecho sabían lo supuestamente olvidado y la ocurrencia emergente contendría
sin duda lo que se buscaba-, en efecto hacía la experiencia de que la ocurrencia
inmediata de mis pacientes aportaba lo pertinente y probaba ser la continuación
olvidada del recuerdo. Pues bien; esto no es universalmente cierto. Sólo en
aras de la brevedad lo presenté tan simple. En realidad, sólo las primeras
veces sucedía que lo olvidado pertinente se obtuviera tras un simple esforzar
de mi parte. Si uno seguía aplicando el procedimiento, en todos los casos
acudían ocurrencias que no podían ser las pertinentes porque no venían a
propósito y los propios enfermos las desestimaban por incorrectas. Aquí el
esforzar ya no servía de ayuda, y cabía lamentarle de haber resignado la
hipnosis.
En ese estadio de desconcierto, me aferré a un prejuicio
cuya legitimidad científica fue demostrada años después en Zurich por C. G.
Jung y sus discípulos. Debo aseverar que a menudo es muy provechoso tener
prejuicios. Sustentaba yo una elevada opinión sobre el determinismo
{Determinierung} de los procesos anímicos y no podía creer que una ocurrencia
del enfermo, producida por él en un estado de tensa atención, fuera enteramente
arbitraria y careciera de nexos con la representación olvidada que buscábamos;
en cuanto al hecho de que no fuera idéntica a esta última, se explicaba de
manera satisfactoria a partir de la situación psicológica presupuesta. En los
enfermos bajo tratamiento ejercían su acción eficaz dos fuerzas encontradas:
por una parte, su afán conciente de traer a la conciencia lo olvidado presente
en su inconciente, y, por la otra, la consabida resistencia que se revolvía
contra ese devenir-conciente de lo reprimido o de sus retoños. Si la
resistencia era igual a cero o muy pequeña, lo olvidado devenía conciente sin
desfiguración; cabía entonces suponer que la desfiguración de lo buscado
resultaría tanto mayor cuanto más grande fuera la resistencia a su
devenir-conciente. Por ende, la ocurrencia del enfermo, que acudía en vez de lo
buscado, había nacido ella misma como un síntoma; era una nueva, artificiosa y
efímera formación sustitutiva de lo reprimido, y tanto más desemejante a esto
cuanto mayor desfiguración hubiera experimentado bajo el influjo de la
resistencia. Empero, dada su naturaleza de síntoma, por fuerza mostraría cierta
semejanza con lo buscado y, si la resistencia no era demasiado intensa, debía
ser posible colegir, desde la ocurrencia, lo buscado escondido. La ocurrencia
tenía que comportarse respecto del elemento reprimido como una alusión, como
una figuración de él en discurso indirecto.
En el campo de la vida anímica normal conocemos casos en que
situaciones análogas a la supuesta por nosotros brindan también parecidos
resultados. Uno de ellos es el del chiste. Así, por los problemas de la técnica
psicoanalítica me he visto precisado a ocuparme de la técnica de la formación
de chistes. Les elucidaré un solo ejemplo de esta índole; se trata, por lo
demás, de un chiste en lengua inglesa.
He aquí la anécdota: Dos hombres de negocios poco
escrupulosos habían conseguido granjearse una enorme fortuna mediante una serie
de empresas harto osadas, y tras ello se empeñaron en ingresar en la buena
sociedad. Entre otros medios, les pareció adecuado hacerse retratar por el
pintor más famoso y más caro de la ciudad, cada uno de cuyos cuadros se
consideraba un acontecimiento. Quisieron mostrarlos por primera vez durante una
gran soirée, y los dueños de casa en persona condujeron al crítico y
especialista en arte más influyente hasta la pared del salón donde ambos
retratos habían sido colgados uno junto al otro; esperaban así arrancarle un
juicio admirativo. El crítico los contempló largamente, y al fin sacudió la
cabeza como si echara de menos algo; se limitó a preguntar, señalando el
espacio libre que quedaba entre ambos cuadros: «And where is the Saviour?» («
¿Y dónde está el Salvador? »}. Veo que todos ustedes ríen con este buen chiste;
ahora tratemos de entenderlo. Comprendemos que el especialista en arte quiere
decir: «Son ustedes un par de pillos, como aquellos entre los cuales se
crucificó al Salvador». Pero no se los dice; en lugar de ello., manifiesta algo
que a primera vista parece raramente inapropiado y que no viniera al caso, pero
de inmediato lo discernimos como una alusión al insulto por él intentado y como
su cabal sustituto. No podemos esperar que en el chiste reencontraremos todas
las circunstancias que conjeturamos para la génesis de la ocurrencia en
nuestros pacientes, pero insistamos en la identidad de motivación entre chiste
y ocurrencia. ¿Por qué nuestro crítico no dice a los dos pillos directamente lo
que le gustaría? Porque junto a sus ganas de espetárselo sin disfraz actúan en
él eficaces motivos contrarios. No deja de tener sus peligros ultrajar a
personas de quienes uno es huésped y tienen a su disposición los vigorosos
puños de gran número de servidores. Uno puede sufrir fácilmente el destino que
en la conferencia anterior aduje como analogía para el «esfuerzo de desalojo»
{represión}. Por esta razón el crítico no expresa de manera directa el insulto
intentado, sino que lo hace en una forma desfigurada como «alusión con
omisión». (ver nota) Y bien; opinamos que es esta misma constelación la
culpable de que nuestro paciente, en vez de lo olvidado que se busca, produzca
una ocurrencia sustitutiva más o menos desfigurada.
Señoras y señores: Es de todo punto adecuado llamar
«Complejo», siguiendo a la escuela de Zurich (Bleuler, Jung y otros), a un
grupo de elementos de representación investidos de afecto. Vemos, pues, que si
para buscar un complejo reprimido partimos en cierto enfermo de lo último que
aún recuerda, tenemos todas las perspectivas de colegirlo siempre que él ponga
a nuestra disposición un número suficiente de sus ocurrencias libres. Dejamos
entonces al enfermo decir lo que quiere, y nos atenemos a la premisa de que no
puede ocurrírsele otra cosa que lo que de manera indirecta dependa del complejo
buscado. Si este camino para descubrir lo reprimido les parece demasiado
fatigoso, puedo al menos asegurarles que es el único transitable.
Al aplicar esta técnica todavía vendrá a perturbarnos el
hecho de que el enfermo a menudo se interrumpe, se atasca y asevera que no sabe
decir nada, no se le ocurre absolutamente nada. Si así fuera y él estuviese en
lo cierto, otra vez nuestro procedimiento resultaría insuficiente. Pero una
observación más fina muestra que esa denegación de las ocurrencias en verdad no
sobreviene nunca. Su apariencia se produce sólo porque el enfermo, bajo el
influjo de las resistencias, que se disfrazan en la forma de diversos juicios
críticos acerca del valor de la ocurrencia, se reserva o hace a un lado la
ocurrencia percibida. El modo de protegerse de ello es prever esa conducta y
pedirle que no haga caso de esa crítica. Bajo total renuncia a semejante
selección crítica, debe decir todo lo que se le pase por la cabeza, aunque lo
considere incorrecto, que no viene al caso o disparatado, y con mayor razón
todavía si le resulta desagradable ocupar su pensamiento en esa ocurrencia. Por
medio de su obediencia a ese precepto nos aseguramos el material que habrá de
ponernos sobre la pista de los complejos reprimidos.
Este material de ocurrencias que el enfermo arroja de sí con
menosprecio cuando en lugar de encontrarse influido por el médico lo está por
la resistencia constituye para el psicoanalista, por así decir, el mineral en
bruto del que extraerá el valioso metal con el auxilio de sencillas artes interpretativas.
Si ustedes quieren procurarse una noticia rápida y provisional de los complejos
reprimidos de cierto enfermo, sin internarse todavía en su ordenamiento y
enlace, pueden examinarlo mediante el experimento de la asociación, tal como lo
han desarrollado Jung y sus discípulos. Este procedimiento presta al
psicoanalista tantos servicios como al químico el análisis cualitativo; es
omisible en la terapia de enfermos neuróticos, pero indispensable para la
mostración objetiva de los complejos y en la indagación de las psicosis, que la
escuela de Zurich ha abordado con éxito.
La elaboración de las ocurrencias que se ofrecen al paciente
cuando se somete a la regla psicoanalítica fundamental no es el único de
nuestros recursos técnicos para descubrir lo inconciente. Para el mismo fin
sirven otros dos procedimientos: la interpretación de sus sueños y la
apreciación de sus acciones fallidas y casuales.
Les confieso mis estimados oyentes, que consideré mucho
tiempo si antes que darles este sucinto panorama de todo el campo del
psicoanálisis no era preferible ofrecerles la exposición detallada de la
interpretación de los sueños. Un motivo puramente subjetivo y en apariencia
secundario me disuadió de esto último. Me pareció casi escandaloso presentarme
en este país, consagrado a metas prácticas, como un «intérprete de sueños»
antes que ustedes conocieran el valor que puede reclamar para sí este anticuado
y escarnecido arte. La interpretación de los sueños es en realidad la vía regia
para el conocimiento de lo inconciente, el fundamento más seguro del
psicoanálisis y el ámbito en el cual todo trabajador debe obtener su
convencimiento y su formación. Cuando me preguntan cómo puede uno hacerse
psicoanalista, respondo: por el estudio de sus propios sueños. Con certero tacto
todos los oponentes del psicoanálisis han esquivado hastá ahora examinar La
interpretación de los sueños o han pretendido pasarla por alto con las más
insulsas objeciones. Si, por lo contrario, son ustedes capaces de aceptar las
soluciones de los problemas de la vida onírica, las novedades que el
psicoanálisis propone a su pensamiento ya no les depararán dificultad alguna.
No olviden que nuestras producciones oníricas nocturnas, por
una parte, muestran la máxima semejanza externa y parentesco interno con las
creaciones de la enfermedad mental y, por la otra, son conciliables con la
salud plena de la vida despierta. No es ninguna paradoja aseverar que quien se
maraville ante esos espejismos sensoriales, ideas delirantes y alteraciones del
carácter «normales», en lugar de entenderlos, no tiene perspectiva alguna de
aprehender mejor que el lego las formaciones anormales de unos estados anímicos
patológicos. Entre tales legos pueden ustedes contar hoy, con plena seguridad,
a casi todos los psiquiatras. Síganme ahora en una rápida excursión por el
campo de los problemas del sueño.
Despiertos, solemos tratar tan despreciativamente a los
sueños como el paciente a las ocurrencias que el psicoanalista le demanda. Y
también los arrojamos de nosotros, pues por regla general los olvidamos de
manera rápida y completa. Nuestro menosprecio se funda en el carácter ajeno aun
de aquellos sueños que no son confusos ni disparatados, y en el evidente
absurdo y sinsentido de otros sueños; nuestro rechazo invoca las aspiraciones
desinhibidamente vergonzosas e inmorales que campean en muchos sueños. Es
notorio que la Antigüedad no compartía este menosprecio por los sueños. Y aun
en la época actual, los estratos inferiores de nuestro pueblo no se dejan
conmover en su estima por ellos; como los antiguos, esperan de ellos la
revelación del futuro.
Confieso que no tengo necesidad alguna de unas hipótesis
místicas para llenar las lagunas de nuestro conocimiento presente, y por eso
nunca pude hallar nada que corroborase una supuesta naturaleza profética de los
sueños. Son cosas de muy otra índole, aunque harto maravillosas también ellas,
las que pueden decirse acerca de los sueños.
En primer lugar, no todos los sueños son para el soñante
ajenos, incomprensibles y confusos. Si ustedes se avienen a someter a examen
los sueños de niños de corta edad, desde un año y medio en adelante, los
hallarán por entero simples y de fácil esclarecimiento. El niño pequeño sueña
siempre con el cumplimiento de deseos que el día anterior le despertó y no le
satisfizo. No hace falta ningún arte interpretativo para hallar esta solución
simple, sino solamente averiguar las vivencias que el niño tuvo la víspera (el
día del sueño). Sin duda, obtendríamos la solución más satisfactoria del enigma
del sueño si también los sueños de los adultos no fueran otra cosa que los de
los niños, unos cumplimientos de mociones de deseo nacidas el día del sueño. Y
así es efectivamente; las dificultades que estorban esta solución pueden
eliminarse paso a paso por medio de un análisis más penetrante de los sueños.
Entre ellas sobresale la primera y más importante objeción,
a saber, que los sueños de adultos suelen poseer un contenido incomprensible,
que en modo alguno permite discernir nada de un cumplimiento de deseo. Pero la
respuesta es: Estos sueños han experimentado una desfiguración; el proceso
psíquico que está en su base habría debido hallar originariamente una muy
diversa expresión en palabras. Beben ustedes diferenciar el contenido
manifiesto del sueño, tal como lo recuerdan de manera nebulosa por la mañana y
trabajosamente visten con unas palabras al parecer arbitrarias, de los
pensamientos oníricos latentes cuya presencia en lo inconciente han de suponer.
Esta desfiguración onírica es el mismo proceso del que han tomado conocimiento
al indagar la formación de síntomas histéricos; señala el hecho de que idéntico
juego contrario de las fuerzas anímicas participa en la formación del sueño y
en la del síntoma. El contenido manifiesto del sueño es el sustituto
desfigurado de los pensamientos oníricos inconcientes, y esta desfiguración es
la obra de unas fuerzas defensoras del yo, unas resistencias que en la vida de
vigilia prohiben {verwehren} a los deseos reprimidos de lo inconciente todo
acceso a la conciencia, y que aún en su rebajamiento durante el estado del
dormir conservan al menos la fuerza suficiente para obligarlos a adoptar un
disfraz encubridor. Luego el soñante no discierne el sentido de sus sueños más
que el histérico la referencia y el significado de sus síntomas.
Que existen pensamientos oníricos latentes., y que entre
ellos y el contenido manifiesto del sueño hay en efecto la relación que
acabamos de describir, he ahí algo de lo que ustedes pueden convencerse
mediante el análisis de los sueños, cuya técnica coincide con la
psicoanalítica. Han de prescindir de la trama aparente de los elementos dentro
del sueño manifiesto, y ponerse a recoger las ocurrencias que para cada
elemento onírico singular se obtienen en la asociación libre siguiendo la regla
del trabajo psicoanalítico. A partir de este material colegirán los
pensamientos oníricos latentes de un modo idéntico al que les permitió colegir,
desde las ocurrencias del enfermo sobre sus síntomas y recuerdos, sus complejos
escondidos. Y en los pensamientos oníricos latentes así hallados se percatarán
ustedes, sin más, de cuán justificado es reconducir los sueños de adultos a los
de niños. Lo que ahora sustituye al contenido manifiesto del sueño como su
sentido genuino es algo que siempre se comprende con claridad, se anuda a las
impresiones vitales de la víspera, y prueba ser cumplimiento de unos deseos
insatisfechos. Entonces, no podrán describir el sueño manifiesto, del que
tienen noticia por el recuerdo del adulto, como no sea diciendo que es un
cumplimiento disfrazado de unos deseos reprimidos.
Y ahora, mediante una suerte de trabajo sintético, pueden
obtener también una intelección del proceso que ha producido la desfiguración
de los pensamientos oníricos inconcientes en el contenido manifiesto del sueño.
Llamamos «trabajo del sueño» a este proceso. Merece nuestro pleno interés
teórico porque en él podemos estudiar, como en ninguna otra parte, qué
insospechados procesos psíquicos son posibles en lo inconciente, o, expresado
con mayor exactitud, entre dos sistemas psíquicos separados como el conciente y
el inconciente. Entre estos procesos psíquicos recién discernidos se han
destacado la condensación y el desplazamiento. El trabajo del sueño es un caso
especial de las recíprocas injerencias de diferentes agrupamientos anímicos,
vale decir el resultado de la escisión anímica, y en todos sus rasgos
esenciales parece idéntico a aquel trabajo de desfiguración que muda los
complejos reprimidos en síntomas a raíz de un esfuerzo de desalojo {represión}
fracasado.
Además, en el análisis de los sueños descubrirán con
asombro, y de la manera más convincente para ustedes mismos, el papel
insospechadamente grande que en el desarrollo del ser humano desempeñan
impresiones y vivencias de la temprana infancia. En la vida onírica el niño por
así decir prosigue su existencia en el hombre, conservando todas sus
peculiaridades y mociones de deseo, aun aquellas que han devenido inutilizables
en la vida posterior. Así se les hacen a ustedes patentes, con un poder
irrefutable, todos los desarrollos, represiones, sublimaciones y formaciones
reactivas por los cuales desde el niño, de tan diversa disposición, surge el
llamado hombre normal, el portador y en parte la víctima de la cultura
trabajosamente conquistada.
También quiero señalarles que en el análisis de los sueños
hemos hallado que lo inconciente se sirve, en particular para la figuración de
complejos sexuales, de un cierto simbolismo que en parte varía con los
individuos pero en parte es de una fijeza típica, y parece coincidir con el
simbolismo que conjeturamos tras nuestros mitos y cuentos tradicionales. No
sería imposible que estas creaciones de los pueblos recibieran su
esclarecimiento desde el sueño.
Por último, debo advertirles que no se dejen inducir a error
por la objeción de que la emergencia de sueños de angustia contradiría nuestra
concepción del sueño como cumplimiento de deseo. Prescindiendo de que también
estos sueños de angustia requieren interpretación antes que se pueda formular
un juicio sobre ellos, es preciso decir, con validez universal, que la angustia
no va unida al contenido del sueño de una manera tan sencilla como se suele
imaginar cuando se carece de otras noticias sobre las condiciones de la
angustia neurótica. La angustia es una de las reacciones desautorizadoras del
yo frente a deseos reprimidos que han alcanzado intensidad, y por eso también
en el sueño es muy explicable cuando la formación de este se ha puesto
demasiado al servicio del cumplimiento de esos deseos reprimidos.
Ven ustedes que la exploración de los sueños tendría su
justificación en sí misma por las noticias que brinda acerca de cosas que de
otro modo sería difícil averiguar. Pero nosotros llegamos a ella en conexión
con el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos. Tras lo dicho hasta aquí,
pueden ustedes comprender fácilmente cómo la interpretación de los sueños,
cuando no es demasiado estorbada por las resistencias del enfermo, lleva al
conocimiento de sus deseos ocultos y reprimidos, así como de los complejos que
estos alimentan; puedo pasar entonces al tercer grupo de fenómenos anímicos,
cuyo estudio se ha convertido en un medio técnico para el psicoanálisis.
Me refiero a las pequeñas operaciones fallidas de los
hombres tanto normales como neuróticos, a las que no se suele atribuir ningún
valor: el olvido de cosas que podrían saber y que otras veces en efecto saben
(p. ej., el hecho de que a uno no le acuda temporariamente un nombre propio);
los deslices cometidos al hablar, que tan a menudo nos sobrevienen; los
análogos deslices en la escritura y la lectura; el trastrocar las cosas
confundido en ciertos manejos y el perder o romper objetos, etc., hechos
notables para los que no se suele buscar un determinismo psíquico y que se
dejan pasar sin reparos como unos sucesos contingentes, fruto de la
distracción, la falta de atención y parecidas condiciones. A esto se suman las
acciones y gestos que los hombres ejecutan sin advertirlo para nada y -con
mayor razón- sin atribuirles peso anímico: el jugar o juguetear con objetos,
tararear melodías, maniobrar con el propio cuerpo o sus ropas, y otras de este
tenor. Estas pequeñas cosas, las operaciones fallidas así como las acciones
sintomáticas y casuales, no son tan insignificantes como en una suerte de
tácito acuerdo se está dispuesto a creer. Poseen pleno sentido desde la
situación en que acontecen; en la mayoría de los casos se las puede interpretar
con facilidad y certeza, y se advierte que también ellas expresan impulsos y
propósitos que deben ser relegados, escondidos a la conciencia propia, o que
directamente provienen de las mismas mociones de deseo y complejos reprimidos
de que ya tenemos noticia como los creadores de los síntomas y de las imágenes
oníricas. Merecen entonces ser consideradas síntomas, y tomar nota de ellas, lo
mismo que de los sueños, puede llevar a descubrir lo escondido en la vida
anímica. Por su intermedio el hombre deja traslucir de ordinario sus más
íntimos secretos. Si sobrevienen con particular facilidad y frecuencia, aun en
personas sanas que globalmente han logrado bien la represión de sus mociones
inconcientes, lo deben a su insignificancia y nimiedad. Pero tienen derecho a
reclamar un elevado valor teórico, pues nos prueban la existencia de la
represión y la formación sustitutiva aun bajo las condiciones de la salud.
Ya echan de ver ustedes que el psicoanalista se distingue
por una creencia particularmente rigurosa en el determinismo de la vida
anímica. Para él no hay en las exteriorizaciones psíquicas nada insignificante,
nada caprichoso ni contingente; espera hallar una motivación suficiente aun
donde no se suele plantear tal exigencia. Y todavía más: está preparado para
descubrir una motivación múltiple del mismo efecto anímico, mientras que
nuestra necesidad de encontrar las causas, que se supone innata, se declara
satisfecha con una única causa psíquica.
Recapitulen ahora los medios que poseemos para descubrir lo
escondido, olvidado, reprimido en la vida anímica: el estudio de las convocadas
ocurrencias del paciente en la asociación libre, de sus sueños y de sus
acciones fallidas y sintomáticas; agreguen todavía la valoración de otros
fenómenos que se ofrecen en el curso del tratamiento psicoanalítico, sobre los
cuales haré luego algunas puntualizaciones bajo el título de la «trasferencia»,
y llegarán conmigo a la conclusión de que nuestra técnica es ya lo bastante
eficaz para poder resolver su tarea, para aportar a la conciencia el material
psíquico patógeno y así eliminar el padecimiento provocado por la formación de
síntomas sustitutivos. Y además, el hecho de que en tanto nos empeñamos en la
terapia enriquezcamos y ahondemos nuestro conocimiento sobre la vida anímica de
los hombres normales y enfermos no puede estimarse de otro modo que como un
particular atractivo y excelencia de este trabajo.
No sé si han recibido ustedes la impresión de que la técnica
por cuyo arsenal acabo de guiarlos es particularmente difícil. Opino que es por
entero apropiada para el asunto que está destinada a dominar. Pero hay algo
seguro: ella no es evidente de suyo, se la debe aprender como a la histológica
o quirúrgica. Acaso les asombre enterarse de que en Europa hemos recibido,
sobre el psicoanálisis, una multitud de juicios de personas que nada saben de
esta técnica ni la aplican, y luego nos piden, como en burla, que les probemos
la corrección de nuestros resultados. Sin duda que entre esos contradictores
hay también personas que en otros campos no son ajenas a la mentalidad
científica, y por ejemplo no desestimarían un resultado de la indagación
microscópica por el hecho de que no se lo pueda corroborar a simple vista en el
preparado anatómico, ni antes de formarse sobre el asunto un juicio propio con
la ayuda del microscopio. Pero en materia de psicoanálisis las condiciones son
en verdad menos favorables para el reconocimiento. El psicoanálisis quiere
llevar al reconocimiento conciente lo reprimido en la vida anímica, y todos los
que formulan juicios sobre él son a su vez hombres que poseen tales
represiones, y acaso sólo a duras penas las mantienen en pie. No puede menos, pues,
que provocarles la misma resistencia que despierta en el enfermo, y a esta le
resulta fácil disfrazarse de desautorización intelectual y aducir argumentos
semejantes a los que nosotros proscribimos {abwehren} en nuestros enfermos con
la regla psicoanalítica fundamental. Así como en nuestros enfermos, también en
nuestros oponentes podemos comprobar a menudo un muy notable rebajamiento de su
facultad de juzgar, por obra de influjos afectivos. La presunción de la
conciencia, que por ejemplo desestima al sueño con tanto menosprecio, se cuenta
entre los dispositivos protectores provistos universalmente a todos nosotros
para impedir la irrupción de los complejos inconcientes, y por eso es tan
difícil convencer a los seres humanos de la realidad de lo inconciente y darles
a conocer algo nuevo que contradice su noticia conciente.
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